30 de marzo de 2014. Cines Centro, Gijón.
Tres preámbulos para un relato. Una chica se acerca a una estatua. Un escritor narra un encuentro en un viejo hotel. Y su dueño rememora peripecias juveniles con un singular conserje que hereda un valioso cuadro. La historia se ubica en un país imaginario de la Europa oriental en el tiempo en que los viejos hoteles eran jóvenes y las grandes guerras inminentes.
¿Qué tienen en común Amelie, La vida de Pi o The Grandmaster? Aparentemente nada. Pero las atmósferas que crean sus imágenes son tan poderosas que atrapan incluso a quienes no les dicen nada esas historias. Eso es lo que me pasa con El gran hotel Budapest. Aunque las escenas preambulares y las de los epílogos están hechas en formato panorámico, Wes Anderson utiliza para el relato principal un 4:3 con el que compone unos planos obsesivamente simétricos en los que se hacen muy notorias la profundidad de los escenarios y la ubicación central del punto de fuga. Así consigue unas imágenes singularmente pregnantes. Lo que cuenta tiene algo de historicismo mágico y, aunque no acabo de tener claro si su público natural es adulto o juvenil, la sorpresa visual que me había causado su trailer no decae en esta hora y media de imágenes juguetonamente perfectas.