26 de junio de 2014. Centro Niemeyer, Avilés.
1982. Como 1984 pero al revés. Un viaje al pasado. A un momento concreto de nuestro pasado. El de una noche indefinida en la que unos jóvenes españoles celebran una fiesta en un piso. Apenas oímos lo que dicen. La música lo llena todo. Luego la grabación se va degradando y los vemos reir y bailar sin sonido. Como preámbulo, la pantalla en negro con la voz de Felipe González en la noche de la victoria electoral. Y como epílogo, varios planos fijos de edificios de viviendas en décadas sucesivas. En el último, la cámara baja y nos muestra una calle en una mañana del presente.
Luis López Carrasco dejó claro en el coloquio que la película tiene dos lecturas. La política y la cinematográfica. La que ha calado más es la primera. La que quiere presentarla como reconstrucción del tiempo en el que se abrían las ilusiones de un país que, según él, acaba de cerrar ahora una etapa. Sin embargo, yo no veo nada de eso en la pantalla. Noto la voluntad de huir de toda añoranza, de todo relato testimonial (es la antítesis de Cuéntame). Pero, salvo por el prólogo de Felipe, no veo lo político en esta película. De hecho, el epílogo hacia el presente me parece tan impertinente como aquel en el que Bonello también pretendía actualizar su L'apollonide y solo conseguía estropear un poco aquella magnífica película. Así que la pantalla no me ofrece otras lecturas que las meramente cinematográficas. Y ahí López Carrasco tiene toda la razón. Su obra es radicalmente experimental. Más propicia para museos que para salas de cine. No se le puede reprochar que la exigencia de su película expulse a parte del público de las salas. Él mismo reconoce que conviene estar avisado. Su valor como propuesta libérrima podría estar en su carácter de sueño de prospectiva inversa (que no retrospectiva). Es como si estuviéramos viendo trozos encontrados de una grabación amateur de aquel presente. Fragmentos degradados. Quizá demasiado preciosistas y simbólicos en los primeros planos (las rosas de los azulejos, las simetrías en los encuadres, las puertas abiertas antes de la noche de la fiesta...) También algo impertinentes en la serie de fotos que se muestran en el ecuador de la película (la posible infancia de los personajes en la alta sociedad franquista). Y un tanto anacrónicos en la gestualidad de esos jóvenes a los que no oímos pero que, a pesar de su indumentaria, parecen de ahora. Todos tienen las buenas maneras de esa generación a la que le han robado el futuro y que, quizá por eso, lo busca en el pasado (el director pertenece al colectivo Los hijos y aquí esa expresión aún adquiere otra intención). El tiempo presente y el título le hizo mucho bien a Edificio España, la película de Victor Moreno que comenté hace unas semanas. Lo mismo le pasa a esta ópera prima de López Carrasco. Pero lo que en aquélla era valor añadido que hacía más fascinante verla en el cine, en ésta es sobrevaloración que luego defrauda. Incluso para verla en un museo.