24 de octubre de 2015. Cines Los Prados, Oviedo.
Cuatro curas maduros viven recluidos en un pueblo de la costa chilena. El entrenamiento de un galgo es la única distracción de las rutinas cotidianas que les impone la hermana que vive con ellos. Hasta que llega un quinto cura y luego un religioso que se encarga de supervisar esas casas que deberían ser de penitencia.
El club de Pablo Larraín comparte tema (la expiación de las culpas de los curas pedófilos) y escenarios (pueblos costeros que parecen finis terrae de Chile e Irlanda respectivamente) con la también magnífica Calvary de John Michael McDonagh. En las dos hay además unas interpretaciones sobresalientes (la imponente presencia de Brendan Gleeson en Calvary, los magníficos silencios corales aquí) y unos guiones espléndidamente trazados a partir de una muerte anunciada o de un suicidio sorpresivo. Pablo Larraín sitúa El club en un lugar intermedio entre la dura aspereza de Tony Manero y el tono más amable y accesible de No. Pero las tres me confirman que, con independencia de los premios que reciba, es un director con una mirada singular que sabe hacer más que interesantes historias muy diferentes.