de Asghar Farhadi. Irán, 2016. 125’.
4 de marzo de 2017. Cines Los Prados, Oviedo.
Emad y Rana son pareja también en el teatro, donde interpretan al matrimonio de Muerte de un viajante. El riesgo de colapso del edificio en el que viven les obliga a dejar repentinamente su casa y trasladarse a un piso que les deja un compañero de la compañía. En él ha vivido hasta hace poco una mujer que se prostituía y que todavía tiene parte de sus cosas allí. Una noche, creyendo que el que llega es Emad, Rana deja abierta la puerta. Pero el que viene es un cliente de aquella mujer y las cosas terminan mal para ella. Tras ese incidente a los dos les resulta difícil retomar su vida normal. A ella por lo que pasó en el cuarto de baño. A él porque intenta averiguar quién fue ese hombre que dejó dinero, un móvil y las llaves de un coche que quedó aparcado en la calle. Finalmente Emad lo encontrará.
Asghar Farhadi es el director de los matices morales. El que sabe llevar a sus películas una lúcida mirada sobre el mal que, igual que Hannah Arendt, no quiere entender como reducido a las intenciones de los malvados. Porque aquellas no siempre son conscientes. Porque estos no siempre son monstruos. Hannah Arendt nos advirtió contra esa lógica de las organizaciones que puede generar el mal absoluto desde conductas diligentes. Y Asghar Farhadi, siguiendo una tradición que viene de las tragedias griegas, nos muestra que el mal puede depender más del azar que de las intenciones, de cómo se reacciona ante la desgracia que de la desgracia misma. Es algo que viene haciendo en su cine con películas como Nader y Simin, una separación, El pasado o también Dancing in the dust, su opera prima que tuvimos la suerte de ver hace año y pico en la Seminci. En El viajante Farhadi apuesta por una trama que resulta atractiva por su sencillez inicial y su magnífica tensión final en ese edificio agrietado (como las certezas morales de los protagonistas). Nos interesa cómo vive esa pareja, nos interesa lo que les pasa y comprendemos el sufrimiento por esa desgracia que (salvo ella y el viajante) ningún personaje conoce del todo. Tampoco el espectador, al que Farhadi deja espacio para que sus prejuicios (sobre lo que pasó en ese baño, sobre lo que le pasará al viajante, sobre el futuro de esa pareja...) completen la historia y le hagan responsable de (mal)interpretar lo que le muestra la pantalla. En estos tiempos miserables en los que no se cuestiona la existencia de registros de delincuentes sexuales porque no se quiere considerar que la de delincuente (igual que la de víctima) pueda ser una circunstancia sino que se quiere ver como una condición permanente; en estos tiempos en que el miedo al terrorista se traduce en el recelo hacia el extranjero, el odio al inmigrante y el desprecio al refugiado; en estos tiempos en que el país que le ha concedido un Oscar por esta magnífica película tiene un presidente que fomenta todo eso, Asghar Farhadi sigue ofreciéndonos su cine como ejemplo de la forma matizada y bella de reflexionar sobre la vida moral que ha caracterizado a lo mejor de la cultura occidental. Esa forma de pensar y de vivir que nos une con los mejores ideales del mundo griego y que hoy uno siente mejor representada por los cineastas iraníes que por muchos de los que nos gobiernan.