24 de septiembre de 2018. Cines Los Prados, Oviedo.
A punto de terminar la Segunda Guerra Mundial un soldado alemán que huye encuentra, abandonado pero impecable, el uniforme de un oficial nazi. Solo por llevarlo y atreverse a fingir ese grado adquiere una autoridad que le permitirá liderar a un grupo de desertores con los que cometerá toda clase de fechorías. En nombre del führer.
Una de las muchas cosas en las que estoy de acuerdo con José Luis García Martín es en el desagrado que a él y a mi nos produce tanto mandar como obedecer. Me repugna por igual ejercer cualquier jefatura o someterme a la voluntad de otro. No nací ni para amo ni para esclavo pero tengo una especial capacidad para reconocer a los que sí. A mi juicio las claves del mal están en los dos polos de una dialéctica que algunos creen propia de la condición humana y que otros consideramos infrahumana: la tentación de ejercer un poder sin límites y la de usar la obediencia como coartada para evitar la responsabilidad. Sobre lo segundo reflexionó muy acertadamente Hannah Arendt a propósito de Eichmann. Sobre lo primero Albert Camus aportó una interesantísima mirada en su Calígula teatral (me encantó el montaje que Mario Gas estrenó en Mérida el año pasado protagonizado por Pablo Derqui -la semana próxima se podrá ver en Avilés-). Creo que El capitán puede interpretarse como una exploración sobre esos dos polos del mal. Singularmente, sobre la manera en que se forja esa tentación de averiguar hasta dónde se puede llevar el poder cuando hay humanos dispuestos a someterse a él. Con un blanco y negro elegante que hace un poco más llevadera la crueldad de las imágenes y con una interpretación perfecta de Max Hubacher en el papel del canalla, Robert Scwentke nos sitúa en los mismos momentos y en los mismos escenarios extremos de aquella Alemania derrotada que cruzaban Lore y sus hermanos en la también extraordinaria y crudísima película de Cate Shortland. Pero si en Lore se mostraba el sufrimiento inocente de los hijos de las bestias aquí se reconstruye, basándose en un episodio real, la forja de otro Calígula que es capaz de interpretar y llevar al límite la impostura del poder. Viendo la forma en que se lo apropia este joven que primero se refugia en él como medio de supervivencia y luego aprende a gozar del hedonismo sádico que le permite me doy cuenta de que, por la truculencia de lo mostrado, Schwentke está a un paso de parecerse a Tarantino. Pero a diferencia del director americano, que pone al espectador en la tesitura de huir o de disfrutar con la truculencia, el alemán se queda en el punto justo que nos permite pensar en Hannah Arendt y en Albert Camus sin la incomodidad de sentir que al público se le ofrece esto por otros motivos. Así que salgo de la película pensando en esos dos autores, en la naturaleza del mal más o menos absoluto y en la actitud que José Luis García Martín y yo compartimos hacia el poder sufrido o ejercido. Y también pienso en la explicación que suele dar un amigo sobre los motivos por los que algunos se empeñan en hacer todo el mal del que son capaces en sus lugares de trabajo. Porque pueden. Igual que el capitán de esta historia.