2 de mayo de 2015. Cines Los Prados, Oviedo.
Un anciano con una enfermidad terminal pide a sus amigos que le ayuden a morir. Aprovechando que uno era veterinario y otro es un manitas, preparan una máquina para que él mismo pueda oprimir un botón y poner fin a su vida. Pronto se corre la voz y llegan más peticiones a esta cuadrilla. Entre ellas la de una mujer con Alzheimer que es la esposa del bondadoso anciano que diseñó la máquina.
La eutanasía, el Alzheimer y los afectos en la edad tardía. En los últimos años son muchas las películas que se acercan a estos temas con enfoques diferentes pero con notable calidad. Una familia de Pernille Fischer Christensen, Arrugas de Ignacio Ferreras, Amor de Michael Haneke, Quelques heures de printemps de Stéphane Brizé, Miel de Valeria Golino o Still Alice de Richard Glatzer y Wash Westmoreland, son algunas de las mejores. La fiesta de despedida quiere parecerse a ellas, pero aportando un toque de comedia dulce al relato sobre la rebeldía de unos ancianos solidarios. Es una historia amable para todos los públicos que se ve bien, pero que queda muy lejos de la sutileza y calidad de cualquiera de aquellas películas. Por eso sorprende que se le haya condedido la Espiga de Oro en la última Seminci. Sobre todo porque en la sección oficial había películas mucho mejores, como Diplomacia de Volker Schlöndorff. El año anterior se quiso premiar a Ozu dando la Espiga de Oro al mal remedo de los Cuentos de Tokio que hizo Yôji Yamada en Una familia de Tokio. En la útima edición parece que, más que una película, se ha querido premiar un tema. O un país.