martes, 8 de julio de 2025

Léolo

de Jean-Claude Lauzon. Canadá, 1992. 107’.
8 de julio de 2025. Cines Van Dyck, Salamanca. V.O.S.

Léo Lauzon es un niño con una vida muy difícil en un barrio sórdido de Montreal. Su familia está asediada por la locura, pero él se siente a salvo porque cuando sueña no lo está. Y eso es lo que hace mientras lee y escribe, ponerse a salvo de la locura. Así imagina que él no pertenece a esa familia. Que es italiano y se llama Léolo.
 
El tambor de hojalata de Volker Schlöndorff,  Delicatessen de Jean-Pierre Jeunet y Marc Caro y Léolo de Jean-Claude Lauzon. No sé por qué, pero esta tarde en los Van Dyck he encontrado motivos para pensar en esta posible trilogía de la pesadumbre del último cuarto del siglo pasado. Léolo es tan magnética como terrible. Su fotografía hace atractivo lo repulsivo. Igual que el relato con el que nos va guiando ese Quijote que hace de albacea de los escritos del niño. Y también esa banda sonora magistral que enfatiza la belleza que pervive en el horror. Más de treinta años después, a Léolo seguramente se le nota la primacía de la mirada masculina, plantear que el inglés sea la lengua de la barbarie o presentar a la infancia y la locura de una forma que hoy sorprendería mucho más que entonces. Pero como el realismo mágico, Léolo sigue resultando fascinante.

Morlaix

de Jaime Rosales. Francia, 2025. 124.
8 de julio de 2025. Cines Van Dyck, Salamanca. V.O.S.

Gwen acaba de perder a su madre. Ella estudia bachillerato en Morlaix, pero quiere irse fuera, quizá a París. Justo lo contrario de Jean-Luc, un joven parisino que acaba de llegar y piensa quedarse. Entre los dos surge una atracción indefinida cuyo desenlace marcará a Gwen para siempre. Uno de esos días van con algunos compañeros a ver una película. Se titula Morlaix y luego la comentan.
 
El duelo, el amor, la juventud, la muerte, el futuro, la intensidad del presente, la relación con la ciudad. Son algunos de los temas que Jaime Rosales trata con maestría en esta joya tan rohmeriana como metafílmica. Filmada en 16 y 35 milímetros, en color y en blanco y negro, con paisajes que buscan las miradas y personajes con mirada distraída. Todo con la misma naturalidad con que Rosales entrevera el movimiento de la vida que el cine capta con las imágenes fijas que la memoria destila. En Morlaix hay cine dentro del cine, jóvenes viviendo y hablando y después adultos evocando. Quizá sea una de las películas conceptualmente más ambiciosas y logradas de Jaime Rosales, pero tan diferente, contenida y cautivadora como el resto de su obra (Las horas del día, La soledad, Tiro en la cabeza, Sueño y silencio, Hermosa juventud, Petra o Girasoles silvestres). Entrando dos veces en la sala oscura a la que Rosales nos lleva en Morlaix uno siente, de nuevo, la fascinación especular de este arte que tanto da que pensar sobre la propia vida. La de aquel presente pretérito que, de algún modo, seguimos habitando y la de esta otra edad en que en una magnífica sala de Salamanca nos sentimos también en otra de la Bretaña. Quizá por eso, al final de la película me he acordado del final de Cerrar los ojos. Y hasta me ha parecido ver en esa sala francesa a un tipo con gafas que miraba el reloj y se parecía a Boyero. Quizá Rosales no pensó en él, pero es lo que tiene este arte especular, que el espectador también retrata, o se retrata, cuando la obra le permite estar tan bien dentro de ella.