de Pawel Pawlikowski. Polonia, 2018. 88’.
9 de octubre de 2018. Cines Los Prados, Oviedo. V.O.S.
Zula y Wiktor se encuentran en una escuela de música en la que se forjan grupos de canto y de baile seleccionados para reivindicar el folclore polaco (y también para alabar las virtudes del comunismo). Él es un músico que primero se dedica a recuperar canciones tradicionales en los pueblos y luego dirige esos coros. Ella es una joven con mucho talento. En un viaje a Berlín él le propone pasar al lado francés para vivir juntos en Paris. Ella no le sigue en ese momento. Pero después se buscarán y vivirán una apasionada y tremenda historia de amor intermitente.
Me niego a aceptar que el título de esta joya deba ser escrito en inglés. En la película se habla mayormente en polaco, pero también en francés, alemán, ruso, italiano y en algunas otras lenguas, pero no en inglés. De hecho, la cuestión lingüística y la reivindicación de la diversidad cultural es uno de los temas de la película. Por ejemplo, cuando se discute si una bonita canción popular en una lengua menor debería ser o no cantada en polaco o cuando la protagonista considera incorrecta la traducción de una canción polaca al francés. Sin embargo, nadie protesta porque esta nueva maravilla filmada de Pawlikowski se nos presente con ese título en inglés que resulta radicalmente ajeno a la idea de una Europa maravillosamente multilingüe que se defiende en la película. Me temo que hoy sigue habiendo otra Guerra Fría en el mundo. Es la de las lenguas. Aunque a veces parece una batalla perdida a la vista de la gustosa sumisión con que muchos colaboran al predominio de una sola. Pero mejor vuelvo a Pawlikowski y a su magnífica Zimna Wojna. Ya digo, es una joya. El director de Ida lo ha vuelto a hacer. La vida de sus padres le ha servido de inspiración para contarnos una historia de amor que va y viene a los dos lados del Telón de acero. Zula y Wiktor son dos amantes inolvidables. No solo por las interpretaciones perfectas de Joanna Kulig y Tomasz Kot sino porque, acompañados por las músicas (tradicionales polacas, clásicas, de jazz...), su historia de amor tiene las maneras del cine más clásico. Con imágenes casi cuadradas (como en Ida), una fotografía primorosa en blanco y negro, una composición bellísima de los planos, unos movimientos de cámara impecables y un montaje de cadencias perfectas, la contemplación de cada escena entre los fundidos en negro ya sería una delicia aunque no hubiera sonido. Pero lo que se dice en todas esas lenguas y, sobre todo, las músicas que nos acompañan y embelesan durante toda la película hacen que la historia de amor de Zula y Wiktor en los tiempos de la Guerra Fría resulte hipnótica durante la escasa hora y media de fascinación constante que nos depara esta maravilla. La música es tan hermosa que uno solo desea poder comprar cuanto antes la banda sonora. De hecho, tras ese final inesperado (porque parece que habría mucho más que contar sobre esos dos amantes) uno se queda clavado en la butaca durante los títulos de crédito disfrutando tanto con las Variaciones Goldberg como con la hermosísima canción que viene después. Es una sensación parecida a aquella necesidad de seguir contemplando el Tíber al amanecer con la deliciosa música de La gran belleza. Tras Ida parece evidente que ya solo cabe esperar cosas muy buenas de Pawel Pawlikowski. Y está claro que este magnífico cineasta polaco no defrauda. Ahora que es aclamado en los grandes festivales del mundo da gusto pensar que el primer premio que recibió aquella película extraordinaria lo obtuvo en el de Gijón.