(Publicado en Cuadernos de Pedagogía el 15 de junio de 2022)
La oralidad, la escritura alfabética, la imprenta y la digitalización. Esos son, seguramente, los
grandes hitos en la historia de la comunicación humana. Del primero al
segundo quizá pasaron cien mil años, del segundo al tercero menos de
tres mil, del tercero al cuarto cinco siglos y en la última etapa
llevamos poco más de dos décadas. La aceleración reciente es tal que las
generaciones actuales quizá han conocido más cambios que los habidos
desde los tiempos en que los sapiens empezaron a usar con intención y sentido sus laringes.
La
escuela es el invento más característico de la tercera etapa. Esa que
Thomas Pettitt llamó el Paréntesis Gutenberg entre dos oralidades. Un
paréntesis que en ella parece no cerrarse. Quizá porque a la escuela le
cuesta mucho renunciar a las inercias del libro de texto y del texto
libresco, las del examen curricular y el currículo examinable. Sin
embargo, fuera de la escuela las cosas son distintas porque, aunque
ahora se lee y se escribe más que nunca, cientos de millones de humanos
lo hacen cada día en las mismas pantallas y pantallitas en las que
miran, muestran, crean y recrean billones de imágenes.
Pero
esto no es del todo nuevo. Además de desconfiar de la escritura,
Platón ya anticipó la posibilidad de un mundo en el que las sombras
cautivaran las miradas. Y, para explicar el origen de esa fascinación
por las imágenes, Plinio el Viejo imaginó que la pintura podría haber
nacido cuando una joven enamorada quiso retener para siempre el perfil
de la sombra de su amado. Así nos lo muestra magistralmente José Luis
Guerín en La dama de Corinto, un documento metafílmico de notable
aliento poético.