de Fernand Melgar. Suiza,
2018. 97’.
25 de noviembre de 2018. Teatro Jovellanos, 56º Festival de Cine de Gijón (sección: Rellumes). V.O.S.
En la calle de los filósofos hay un colegio de la fundación Verdeil. Allí vemos cómo trabajan con unos niños varias maestras tenaces y algunos jóvenes en prácticas. Los niños son muy diversos. Mucho más que en cualquier otro aula. De hecho, solo tienen en común que tienen discapacidades. Sus padres comparten más cosas. Sobre todo un amor infinito hacia sus hijos y una entrega extraordinaria.
Logística y deontología. Pasión y compasión. Esas son las cualidades que considero inexcusables para poder ser buen docente. En el blog de educación tengo un par de artículos con esos títulos. Sobre ellas, pero especialmente sobre la última, trata esta película a la que venía con prevenciones porque el título no me gustaba. Pero no. El título está tomado del nombre de la calle y la película nos coloca sin importunar en el centro de un aula en la que aprendemos muchas cosas. Fernand Melgar tiene un planteamiento tan realista como el de Nicolas Philibert en Ser y tener pero con intenciones bastante mejores. Por ejemplo, la de mostrarnos que la discapacidad siempre es plural y mucho más diversa que las capacidades académicas. O la de recordarnos que los niños tienen vida fuera del aula y que los que vemos en esta película tienen la fortuna de tener unos padres abnegados. Mientras veo este estupendo documental, que ya incorporo a mi lista de películas útiles para abrir los ojos de la escuela (así titulé otro artículo que también está en el otro blog), pienso en esas juntas de evaluación en las que abundan los profesores disciplinares de deontología limitada. Personas con escasa pasión por su profesión y nula compasión hacia los menores. Gentes que, en lugar de ayudarlos, se atreven a juzgar a los padres de algunos alumnos que tienen dificultades como las que muestra la película. Así que Fernand Melgar ha hecho una película que debería ser de visionado obligatorio. Pero no solo por los profesores apasionados y compasivos que trabajan en centros especiales. Sino por aquellos otros que no saben que sus centros no serán realmente inclusivos ni promoverán la equidad mientras sean inaccesibles para algunos seres humanos. Así que, pese a mis prevenciones, creo que el premio del público que ha recibido esta película está bien merecido. No así otros de los premios que se han dado en esta edición del festival de Gijón. Por ejemplo, el de mejor película, mejor guión y mejor actor que se lleva la que ha traído este año Hong Sang-soo (y eso que ya apuntaba ese temor al final de la reseña). Me temo que la irónica En busca del Oscar de Octavio Guerra podría servir para entender la decisión de un jurado que podría haber concedido esos premios tan injustos solo por tratarse de un director especialmente valorado en otros festivales. La película de Octavio Guerra, El zoo de Gemma Blasco, Qué tal Pascual de Bárbara Brailovsky o La casa lobo de Joaquín Cociña y Cristobal León me han gustado mucho más que las que he visto en la sección oficial. Aunque dentro de ella me quedo con La carga (alias The Load) de Ognjen Glavonic que merecería el premio a la mejor película y desde luego al mejor actor mucho más que la de la jornada nevada en un hotel coreano. También estaban bien en la sección oficial La favorita de Yorgos Lanthimos, Support de girls de Andrew Bujalski o Wildlife de Paul Dano. En cuanto al premio a la mejor dirección me ha alegrado mucho que lo haya obtenido la chilena Dominga Sotomayor por Tarde para morir joven (aunque no debía ser compartido con Radu June por I do not care if we go down in history as barbarians). Por lo demás, el ambiente del festival ha sido más pobre que otros años con poca presencia en las calles, una gala inaugural que me ha dejado vacunado para el futuro y la ausencia total de publicaciones diarias que presenten las películas. En todo caso y como siempre ha sido un gustazo acercarme cada día hasta Gijón para ver tanto cine.