24 de mayo de 2019. Laboral Cinemateca, Gijón. V.O.S.
En mitad del desierto unos soldados custodian el pozo en el que está recluido Jokanaan, un peligroso islamista con pinta de profeta. Salomé queda fascinada por él y cuando su padre, el comandante Antipas, le ofrece cualquier cosa si ella baila para él, Salomé le pide la cabeza del profeta. En ese lugar desolado también están la mujer del comandante y un par de soldados mexicanos llamados Hiroshima y Nagasaki.
La Salomé de Óscar Wilde recreada en un campamento militar durante la guerra de Irak. Lluís Miñarro no se pone límites en la construcción de una historia que a buena parte del público le ha parecido disparatada. El recuerdo de la magnífica Stella Cadente que presentó en el Niemeyer en 2014 seguramente me han predispuesto a favor de esta historia. De hecho, la referencia a Babel en la estupenda escena inicial en la que el catalán se mide sin pudor con el inglés me hace pensar que uno de los subtextos de la película (si es que los tiene) podría estar relacionado con las lenguas. Además de esas dos, se habla árabe y también español con varios acentos (los diálogos de los mexicanos con nombres japoneses me parecen estupendos). Miñarro combina recursos teatrales (las escenas largas de conversaciones y la del baile en la tienda del comandante) con planteamientos metafísicos (los planos de y desde el pozo, las imágenes cenitales del desierto...) y con provocaciones surrealistas (los penes, los pezones, los reptiles...) que dan al conjunto una aspecto desmañado que seguramente descoloca a buena parte del público. A mi no me molesta esa amalgama de imágenes provocadoras que no siempre son coherentes con un guión que a veces tiene la verosimilitud propia de la improvisación y a veces parece pretender que se note mucho su escritura. Lo que encuentro más débil es quizá el centro de gravedad de la historia: ese profeta místico (¿será un guiño, por contraste, al musulmán encarcelado de la película de Jacques Audiard?) que ocupa un lugar central en este cuadro surrealista, pero al que no encuentro mucha más relevancia que a los genitales de los mexicanos o a los reptiles de los créditos. Contra la perplejidad que seguramente habrá causado, a mi me ha encantado esa escena final con la protagonista cantando en un garito de Ciudad de México la canción de la Salomé eurovisiva. Sin embargo, Love me not no me deja tan buen recuerdo como Stella Cadente. Y no por la historia ni por la forma de contarla. Más bien porque no encuentro aquí la elegante y coherente atmósfera de aquella película igualmente arritmica pero mucho más perturbadora. Tengo que añadir, en todo caso, que lo mejor de la tarde no ha sido la película sino poder participar en el excelente curso que se desarrolla aquí durante este fin de semana (diez horas en total) y asistir a un magnífico repaso de la (contra)historia del cine español entre 1931 y 2018 de la mano de Luis E. Parés, un joven erudito amenísimo, un tipo con mucho criterio y un comunicador excepcional que nos ha hecho pensar y disfrutar muchísimo con su fundamentada reivindicación de una historia del cine español alejada de los tópicos y del habitual menosprecio propio de la amnesia. Escucharlo en el Paraninfo y charlar con él en la comida del sábado ha sido una delicia.