2 de mayo de 2019. Centro Niemeyer, Avilés. V.O.S.
Dos artesanos del Japón rural del siglo XVI se dejan llevar por su ambición en tiempos de guerra. Los dos abandonan a sus mujeres para cumplir sus sueños. Uno quiere hacerse samurai y lo acaba consiguiendo, pero a su mujer no le quedará más remedio que prostituirse. El otro es alfarero y va a la ciudad para vender sus vasijas. Allí conoce a una princesa que le cautiva y con la que se casa. En realidad se trata de un fastasma que lo aleja de su hogar verdadero al que solo volverá cuando su mujer ya haya muerto.
Cuentos morales de temática muy antigua y lecturas quizá más recientes. Eso me parece este clásico del cine japonés bien restaurado (también aquí ha intervenido Scorsese) que se ve con interés por su ambientación impecable y por momentos tan poéticos como los de la barca entre la niebla o el regreso a la casa de la mujer muerta. Aunque la lección moral de la película de Mizoguchi podría limitarse a la crítica de esa intemporal masculinidad bronca y ambiciosa, la radicalidad con que se sitúa la historia en el mundo tradicional japonés me hace pensar que en 1953 también pudo significar una denuncia metafórica de un extravío más reciente: el de una guerra que sacó a los japoneses de su feliz ensimismamiento.