22 de noviembre de 2018. Teatro Jovellanos, 56º Festival de Cine de Gijón (sección oficial).
Verano de 1990 en las montañas cercanas a Santiago de Chile. Varias familias con muchos niños y adolescentes se preparan para la Nochevieja. Serán dos días en los que estaremos con ellos e iremos contemplando sus relaciones. Las de unos adultos que acaban de salir de la dictadura y buscan en las montañas una vida más pura. Las de unos niños que buscan una perra y encuentran otra. O las de unos adolescentes apasionados que se inician en el amor.
En la línea de joyas chilenas, argentinas o españolas como El verano de los peces voladores de Marcela Said, La ciénaga de Lucrecia Mártel o Estiu 1993 de Carla Simón, Dominga Sotomayor nos lleva a vivir casi en presente un verano de su pasado. De aquel tiempo en que las casas y las generaciones estaban abiertas y uno contemplaba o protagonizaba esos momentos de intensidad infinita que conforme pasa la vida cada vez nos gusta más evocar. Tarde para morir joven es exigente al principio porque sitúa al espectador en medio de una comunidad en la que contempla retazos de conversaciones y relaciones que solo podrá entender si se deja llevar y asiste sin exigencias al paso del tiempo: de los minutos en la película, de las horas en aquella realidad. Y es que Dominga Sotomayor nos sitúa en ese hiperrealismo poético que hace tan magníficas las películas que citaba, pero más por lo que desvelan incidentalmente que por lo que muestran deliberadamente. Así que me parece bien merecido el premio a la mejor dirección que recibió en el festival de Locarno y muy triste que este tipo de cine magnífico que se hace en Iberoamérica tenga tan poca difusión en España.