de Ryûsuke Hamaguchi. Japón, 2021. 179’.
12 de febrero de 2022. Cines Los Prados, Oviedo.
Poco antes de que ella muera, Yusuke Kafuku descubre que su mujer tiene relaciones con otro hombre. Los dos formaban una pareja perfecta pero ese punto ciego en su memoria condiciona el duelo por su pérdida. Kafuku es un actor y director prestigioso al que, un tiempo después, invitan a dirigir Tio Vania en Hiroshima. Entre los actores candidatos está el joven que se acostaba con ella y, sorprendentemente, decide asignarle el papel protagonista. A Kafuku le gusta repasar los textos mientras viaja en su querido Saab 900, así que pide que le busquen un alojamiento a una hora de distancia de la ciudad. El festival que le contrata le asigna una joven muy seria y eficaz para que conduzca su coche. Es Misaki, una chica que también sufre las consecuencias de una pérdida. Igual que Kafuku tenía cosas que reprochar a un ser querido y en cierto modo se culpa por su muerte. Así que Chèjov y el Saab harán que compartan muchas cosas.
Mi primer coche era rojo, he tenido dos Saab y el que tengo ahora se fabricó en Hiroshima. Así que, conmigo, los azares y simetrías del cine de Hamaguchi parecen extenderse más aca de la pantalla en esta película. Para más sintonía, sus historias son de estirpe rohmeriana y en esta, inspirada en un relato de Murakami, las referencias al teatro son esenciales. Por eso no es de extrañar que me cautive esa reflexión chejoviana sobre la vida que encuentra en el Saab un lugar más propicio que la mesa de ensayos. O que me encante el (relativo) fuera de campo de la memoria trágica de Hiroshima cuando Misaki lleva a Hafuku a ver la gran planta de residuos que será metáfora del proceso catártico que los dos emprenderán sobre sus vidas. También valoro que quien lo propicie sea esa joven conductora (al principio casi silente) que tiene tantos paralelismos con el personaje de Sonia, la sobrina de Vania que interpreta la actriz muda que al final de la obra protagonizará uno de los momentos más hermosos de la película. De modo que las tres horas de Drive my car no se me hacen largas. Sin embargo, debo decir que la historia me da más motivos para pensar que para sentirme conmovido. En esto no la encuentro mejor que esa joya triple de Hamaguchi titulada La ruleta de la fortuna y la fantasía. Quizá, haya sido por verla en versión doblada, por la sintonía preventiva con el Saab y el teatro o por los grandes elogios que está recibiendo. Lo cierto es que me hubiera gustado que Drive my car tuviera también esa emoción sosegada que tanto bien le ha hecho al cine japonés que sigue el magisterio de Ozú. Por ejemplo, la que caracteriza casi siempre a las películas de Kore-Eda.