8 de agosto de 2016. Cines Van Dyck, Salamanca. V.O.S.
Ed es un brillante profesor de astrofísica. Emy es una estudiante universitaria que interpreta escenas cinematográficas de alto riesgo. El amor entre los dos parece perfecto y eterno. Pero, tras el último encuentro, Emy no volverá a estar con Ed. Él no se lo ha dicho pero tiene una enfermedad de la que morirá tres meses después. En ese tiempo prepara la forma en que ella seguirá sintiendo su presencia más allá de la muerte.
En Mi vida sin mi Isabel Coixet también preparó un plan para que su personaje estuviera presente en la vida de su hijo después de morir. El amor maternal de aquellas cintas grabadas, además de emoción, dejaban en el espectador algunas dudas sobre la moralidad y la verosimilitud de aquella estrategia obsesiva. La historia estaba contada desde el punto de vista de quien enviaba los mensajes, mientras que en La correspondencia Tornatore nos muestra lo que supone algo así para quien los recibe. El amor postmortem de Coixet era 1.0, mientras que el de Tornatore es 2.0. Y no solo porque la estrategia de este astrofísico enamorado es mucho más sofisticada que la de aquella joven madre, sino porque su interacción con su amada es (casi) bidireccional, al menos para el espectador. La analogía de las estrellas, cuya luz vemos mucho después de que hayan dejado de existir, inspira esta historia de amor radical cuya verosimilitud no defrauda más que la de las escenas de riesgo que ella interpreta. Ni tampoco incomoda la moralidad de las acciones del lúcido y obsesivo profesor que no quiere despedirse de su amada ni dejarla a solas con su duelo. Comprendo que quien no entre en este juego metafísico (pero nunca parapsicológico), en el que se dan cita el amor, el tiempo y las estrellas, no encontrará más atractivo en esta película que el de las estupendas interpretaciones de Jeremy Irons y Olga Kurylenko. A mi, sin embargo, Tornatore no me defrauda. No lo hizo con La mejor oferta. Ni tampoco con su Cinema Paradiso, en el que pude comprobar no hace mucho cómo me sienta como espectador el paso del tiempo.
En Mi vida sin mi Isabel Coixet también preparó un plan para que su personaje estuviera presente en la vida de su hijo después de morir. El amor maternal de aquellas cintas grabadas, además de emoción, dejaban en el espectador algunas dudas sobre la moralidad y la verosimilitud de aquella estrategia obsesiva. La historia estaba contada desde el punto de vista de quien enviaba los mensajes, mientras que en La correspondencia Tornatore nos muestra lo que supone algo así para quien los recibe. El amor postmortem de Coixet era 1.0, mientras que el de Tornatore es 2.0. Y no solo porque la estrategia de este astrofísico enamorado es mucho más sofisticada que la de aquella joven madre, sino porque su interacción con su amada es (casi) bidireccional, al menos para el espectador. La analogía de las estrellas, cuya luz vemos mucho después de que hayan dejado de existir, inspira esta historia de amor radical cuya verosimilitud no defrauda más que la de las escenas de riesgo que ella interpreta. Ni tampoco incomoda la moralidad de las acciones del lúcido y obsesivo profesor que no quiere despedirse de su amada ni dejarla a solas con su duelo. Comprendo que quien no entre en este juego metafísico (pero nunca parapsicológico), en el que se dan cita el amor, el tiempo y las estrellas, no encontrará más atractivo en esta película que el de las estupendas interpretaciones de Jeremy Irons y Olga Kurylenko. A mi, sin embargo, Tornatore no me defrauda. No lo hizo con La mejor oferta. Ni tampoco con su Cinema Paradiso, en el que pude comprobar no hace mucho cómo me sienta como espectador el paso del tiempo.