31 de agosto de 2016. Cines Los Prados, Oviedo. V.O.S.
Un joven neoyorquino busca en Los Ángeles una oportunidad. No le será difícil encontrarla porque su tío es un gran productor de Hollywood y le contrata como ayudante para que pueda relacionarse en ese mundo. Y lo hace. Especialmente con la secretaria de su tío que es precisamente la joven con la que el maduro magnate tiene un romance. Entre casarse con el sobrino e irse a Nueva York o seguir con el tío que en ese trance abandona a su mujer para vivir con la joven, ella se inclina por la seguridad que le ofrece la Costa Oeste. Pasado el tiempo todos volverán a verse en Nueva York donde el joven se ha convertido en un exitoso empresario del mundo de la noche.
Ayer lo explicó magníficamente David Trueba en su columna de El País. Encontrarse cada año con la nueva película de Woody Allen es como volver a ver a un amigo entrañable. Y son ya tantos años que uno nunca será objetivo con él (como tampoco lo sería con Éric Rohmer si siguiera entre nosotros). De todas formas, frente a los críticos con el amigo a uno siempre le es fácil defenderlo. Y hacerlo no solo con pasión sino con buenos argumentos. Como los que nos vuelve a ofrecer el viejo maestro neoyorquino en esta amable película ambientada en unos años treinta que lucen tan hermosos (que gran elección la de Vittorio Storaro para la dirección de fotografía) con todo impecable y como recién estrenado. En ese placer visual me ha recordado al que nos ofreció hace tres años Baz Luhrmann en El gran Gatsby con Leonardo Dicaprio. Cafe Society no tiene una trama enredada ni giros inesperados. Tampoco un guión con ironías barrocas. Es un Woody Allen depurado y sosegado. Con dilemas de difícil solución. Con secretos que el espectador conoce solo un poco antes que los personajes. Con momentos deliciosos con referencias a la religión (mayormente judia y cristiana), a las mafiosos de aquella época, y a algún intelectual atormentado que recuerda al que protagonizó su anterior película. Además, en Cafe Society aparecen algunas de las simetrías y contrapuntos que definen a Woody Allen y su cine. Como los que hay entre Nueva York y Los Ángeles (y entre su cine y la gran industria), los de las edades del amor (que tanto hablan de su propia vida) o los de la inercia afectiva y los riesgos de abandonarla (otra vez su propia vida). Una película que seguramente confirmará a los demás que los devotos allenianos estamos un tanto alienados con su cine. Pero solo por escuchar su voz en off como narrador omnisciente (menos mal que había una sesión con versión original en Oviedo) y por contemplar ese sugerente final con el hermoso giro de cámara en torno a los dos protagonistas ya ha merecido la pena el reencuentro al final del verano con este buen amigo.
Ayer lo explicó magníficamente David Trueba en su columna de El País. Encontrarse cada año con la nueva película de Woody Allen es como volver a ver a un amigo entrañable. Y son ya tantos años que uno nunca será objetivo con él (como tampoco lo sería con Éric Rohmer si siguiera entre nosotros). De todas formas, frente a los críticos con el amigo a uno siempre le es fácil defenderlo. Y hacerlo no solo con pasión sino con buenos argumentos. Como los que nos vuelve a ofrecer el viejo maestro neoyorquino en esta amable película ambientada en unos años treinta que lucen tan hermosos (que gran elección la de Vittorio Storaro para la dirección de fotografía) con todo impecable y como recién estrenado. En ese placer visual me ha recordado al que nos ofreció hace tres años Baz Luhrmann en El gran Gatsby con Leonardo Dicaprio. Cafe Society no tiene una trama enredada ni giros inesperados. Tampoco un guión con ironías barrocas. Es un Woody Allen depurado y sosegado. Con dilemas de difícil solución. Con secretos que el espectador conoce solo un poco antes que los personajes. Con momentos deliciosos con referencias a la religión (mayormente judia y cristiana), a las mafiosos de aquella época, y a algún intelectual atormentado que recuerda al que protagonizó su anterior película. Además, en Cafe Society aparecen algunas de las simetrías y contrapuntos que definen a Woody Allen y su cine. Como los que hay entre Nueva York y Los Ángeles (y entre su cine y la gran industria), los de las edades del amor (que tanto hablan de su propia vida) o los de la inercia afectiva y los riesgos de abandonarla (otra vez su propia vida). Una película que seguramente confirmará a los demás que los devotos allenianos estamos un tanto alienados con su cine. Pero solo por escuchar su voz en off como narrador omnisciente (menos mal que había una sesión con versión original en Oviedo) y por contemplar ese sugerente final con el hermoso giro de cámara en torno a los dos protagonistas ya ha merecido la pena el reencuentro al final del verano con este buen amigo.