25 de octubre de 2016. Casa de la Cultura, Avilés. V.O.S.
El experimento Milgram. El estudio empírico sobre la obediencia a la autoridad. Lo desarrolló Stanley Milgram en 1961. Justo cuando Hannah Arendt asistía al juicio de Adolf Eichmann en Israel. Dos años después Milgram públicaba un artículo con sus conclusiones sobre las circunstancias que pueden llevar a las personas a obviar toda compasión. Hasta el estado agéntico. El que hace que el individuo no se sienta responsable de sus actos porque se somete voluntariamente a una jerarquía. Justamente eso que Hannah Arendt denominó, también en 1963, la banalidad del mal. De eso trata esta película, de las pruebas empíricas de hasta dónde puede llegar esa alienación humana. Y de las condiciones institucionales que favorecen que las personas renuncien a pensar.
Qué buen programa doble formaría esta película con la de Margarethe von Trotta sobre la filósofa más lúcida del siglo XX. Las dos historias nos hablan de unos investigadores que se atrevieron a enfrentarse al mal. Milgram con sus estudios empíricos sobre la obediencia. Arendt con su lúcida reflexión sobre la banalidad del mal. Los dos fueron despreciados y acusados por señalar lo indecible. Que el mal no es algo de seres diabólicos sino de gente corriente. Que Sócrates tenía razón cuando sostenía que nadie hace el mal a sabiendas, pero que cualquiera puede causarlo si renuncia a pensar. Michael Almereyda tiene además el acierto de hacer que su historia tenga tanta pertinencia histórica (el paralelismo con la tesis de Arendt es explícito y hasta vemos imágenes del juicio a Eichmann) como atrevimiento formal (Milgram habla a veces directamente al espectador, hay decorados que evocan escenas teatralizadas y hasta un elefante sigue a veces al protagonista). Lo peor de lo que plantean las dos películas es que la banalidad del mal y el estado agéntico no estaban solo en la Alemania de los treinta y cuarenta o en los Estados Unidos de los sesenta y setenta. Se encuentran con demasiada frecuencia entre quienes trabajan en entornos institucionales de cualquier lugar. Por ejemplo, en nuestro congreso, en nuestras administraciones públicas o en nuestros partidos políticos. Pero también mucho más cerca. Por ejemplo, en los institutos. En ellos también es frecuente ese estado agéntico que caracteriza a esos profesores que ni siquiera quieren saber qué es la banalidad del mal.