16 de abril de 2017. Centro Niemeyer, Avilés. V.O.S.
Scout y Jem disfrutan del verano con su amigo Dill. El padre de los dos hermanos es Atticus Finch, un abogado que se encarga de la defensa de un hombre acusado de haber violado a una joven. Asistimos a las correrías de los niños, a su fascinación por el enigma de la casa vecina donde vive un joven que nunca ven, a las hermosas lecciones morales que cotidianamente reciben de su padre y, sobre todo, a la contemplación del ejemplar comportamiento de ese abogado que en los difíciles años treinta defendió a un hombre negro en un pueblo de Alabama.
La semana pasada leí Los niños perdidos, el magnífico texto teatral que Laia Ripoll escribió desde la mirada de unos niños en la peor tragedia española. Matar a un ruiseñor retrata la misma época y lo hace desde la manera en que veían el mundo otros niños que aprendieron de su padre los valores opuestos a los que para nuestro país supuso aquella guerra y lo que vino después. No digo más sobre el extraordinario texto de Laia Ripoll, tan solo animo a leerlo y a contrastar la mirada de aquellos niños españoles con la de los pequeños norteamericanos que esta magnífica y ya clásica película ha hecho inmortales. En Matar a un ruiseñor tanto los niños como el espectador no dejan de recibir lecciones edificantes en una historia ambientada en una época en la que el racismo y los prejuicios dejaban poco espacio para la ética. La novela de Harper Lee y la película de Robert Mulligan seguramente influyeron notablemente en el imaginario de muchos blancos comprometidos con los movimientos por los derechos civiles de los sesenta. Y es comprensible porque, aunque la película está hecha desde la bondadosa mirada de una infancia blanca (faltaba aún algún tiempo para que pudiera ser negro el sujeto narrativo), esta historia venerable viene a quintaesenciar lo mejor del espíritu demócrata norteamericano. Justo la antítesis de la manera de estar en el mundo de ese individuo inefable que ahora es presidente allí.