21 de abril de 2017. Cine Renoir Princesa, Madrid.
Miguel y Diego viven juntos en el centro de La Habana. Miguel es un apático compasivo que cuida de Diego en casa y friega platos en un restaurante. Diego es un homosexual hedonista al que el sida dejó postrado en la cama. Son dos maduros rezongones que se aprecian desde hace mucho tiempo. A Miguel solo le interesa aprender inglés y señalar en un mapa las ciudades de Estados Unidos a las que quizá se vaya a vivir cuando le dejen salir de Cuba. A pesar de su situación, Diego sabe disfrutar de la vida e intenta pegar la hebra con cualquiera que se acerque a su cama. Los dos son muy distintos pero les une una amistad que debió fraguarse en complicidades lejanas.
¿Quién no vio Fresa y Chocolate? ¿Quién no tiene un buen recuerdo de aquella película? Estas preguntas no tendrán la misma respuesta a propósito de Últimos días en La Habana cuando pasen los años. Y no porque esta joya no vaya a dejar un magnífico recuerdo en quien la haya visto, sino porque casi nadie habrá podido hacerlo. En Asturias no se ha llegado a estrenar. Y en Madrid solo se proyecta en esta sala. Eso es lo que sucede en un país que no sabe la fortuna que supone compartir una lengua y una cultura que no dejan de producir maravillas a los dos lados del Atlántico. Como lo es esta película que con la de Tomás Gutiérrez Alea compone un díptico memorable. Fresa y Chocolate era joven, crítica y en cierto modo esperanzada. Últimos días en La Habana es madura (ha pasado casi un cuarto de siglo), sosegada y algo más amarga. Pero en su contención destila una alegría profunda. La de la fascinación y el aprecio hacia unas gentes (esa adolescente deliciosa, ese jinetero conversador, esas buenas vecinas...) que componen un precioso retablo humano que aún hace aún más hermosa esta historia de empatía y amistad entre dos hombres maduros admirablemente interpretados por Jorge Martínez y Patricio Wood. Últimos días en La Habana es una película imprescindible en la que se habla ese delicioso español caribeño y en la que, entre los desconchones más hermosos del mundo, palpitan unos corazones con los que es muy difícil no sintonizar.