19 de mayo de 2013. Centro Niemeyer, Avilés. V.O.S.
Desde el crepúsculo hasta la mañana del día siguiente tres coches vagan por carreteras perdidas de Anatolia. En ellos van un fiscal, un médico y varios policías que llevan detenidos a dos hombres. Buscan una fuente al lado de un árbol. Esas son las referencias del lugar en el que estaría enterrado un tercero al que ellos habrían asesinado. Tras una noche interminable, por fin aparece el cuerpo y el fiscal levanta acta. Con la autopsia termina una película que revela más de las vidas de quienes lo buscan que de la muerte del encontrado.
Lenta. Antes se usaba mucho este adjetivo para (des)calificar a una película que no gustaba. Y estas dos horas y media de parsimonia turca bien podrían merecerlo. Si la historia se interpreta como un thriller rural no hay duda de que la película es lenta. Y confusa porque, después de tanto tiempo para contar tan poco, al puzzle de este crimen parece faltarle alguna pieza. Pero Érase una vez en Anatolia no es un thriller. Su parsimonia es la que se necesita para atisbar que lo importante está en lo que no se muestra: la tristeza y la culpa en las vidas de unos hombres que vagan por un paisaje casi metafísico, la belleza y el sufrimiento de unas mujeres casi siempre en elipsis, la desazón de un niño que no tendrá padre o la de un hombre que no tendrá hijos. Aún sin bucear en las honduras existenciales a las que parece remitir la historia, la película ya tendría interés por la autopsia que también hace a las burocracias rurales o por la manera en que presenta a unos personajes bien definidos en un paisaje tan atractivo como indiferenciado. En 2008 descubrimos a este director en el festival de cine de Gijón con su interesante Tres monos. Su forma de narrar es aquí muy diferente y bastante más exigente para el espectador. Si aquella era una película mediterránea esta sería una historia continental. Pero ambas comparten una mirada singular sobre la vida y sobre la forma en que están en ella los hombres y las mujeres.
Lenta. Antes se usaba mucho este adjetivo para (des)calificar a una película que no gustaba. Y estas dos horas y media de parsimonia turca bien podrían merecerlo. Si la historia se interpreta como un thriller rural no hay duda de que la película es lenta. Y confusa porque, después de tanto tiempo para contar tan poco, al puzzle de este crimen parece faltarle alguna pieza. Pero Érase una vez en Anatolia no es un thriller. Su parsimonia es la que se necesita para atisbar que lo importante está en lo que no se muestra: la tristeza y la culpa en las vidas de unos hombres que vagan por un paisaje casi metafísico, la belleza y el sufrimiento de unas mujeres casi siempre en elipsis, la desazón de un niño que no tendrá padre o la de un hombre que no tendrá hijos. Aún sin bucear en las honduras existenciales a las que parece remitir la historia, la película ya tendría interés por la autopsia que también hace a las burocracias rurales o por la manera en que presenta a unos personajes bien definidos en un paisaje tan atractivo como indiferenciado. En 2008 descubrimos a este director en el festival de cine de Gijón con su interesante Tres monos. Su forma de narrar es aquí muy diferente y bastante más exigente para el espectador. Si aquella era una película mediterránea esta sería una historia continental. Pero ambas comparten una mirada singular sobre la vida y sobre la forma en que están en ella los hombres y las mujeres.