6 de septiembre de 2017. Cines Los Prados, Oviedo.
Una historia de amor y desamor de una pareja rumana. Los dos se llevan mal con sus padres y eso aún les une más. También les unen los ataques de angustia que Ana padece y que la hacen tan dependiente de Toma. Se casarán, tendrán un hijo, y pasarán mucho tiempo en divanes de psicoanalistas. Primero irá ella. Después lo hará él. Cuando Ana deje de ser una mujer débil y dependiente y se convierta en otra. Una muy segura de si misma y consciente de que ya no quiere ni necesita a Toma.
Viendo Ana, mon amour me he acordado de otras dos películas muy buenas: Blue Valentine de Derek Cianfrance y Una vida, la última de Stéphane Brizé que vi hace un par de semanas en Buenos Aires. Las tres retratan con mucho estilo amores intensos y luego desfallecidos. Y las tres lo hacen con una singular forma de poner la cámara y de componer, a partir de instantes fragmentarios, historias tremendas y reconocibles. De Calin Peter Netzer vi hace tres años aquella intensísima y sobrecogedora Madre e hijo que también nos mostraba afectos dislocados con el trasfondo de los cambios recientes en una Rumanía que parece haber pasado de la tristeza comunista a la riqueza que la entrada en Europa ha debido deparar a algunos. Además de saber contar bien una historia desde una proximidad casi agobiante, Netzer hace dos cosas muy especiales en esta película: dar la vuelta a los habituales roles de los géneros en las rupturas amorosas e incluir al psicoanálisis como una pieza fundamental del relato. Primero como elemento y subtexto. Luego como discurso hermenéutico en ese singular diálogo final en el que Toma y el psicoanalista no solo cierran la historia, sino que casi la interpretan desde dentro.