30 de septiembre de 2017. Cine Paz, Madrid.
Primero se convierte el marido de la hermana mayor. Luego ella y después la madre. Al final también se convertirá la hermana pequeña. Los cuatro se confiesan con el hermano. Delante de su cámara.
Converso. Como verbo y como sustantivo. Vemos las confesiones de los miembros de una familia sobre la forma en que (re)descubrireron la fe. Se lo cuentan al hermano descreído. El que se dedica al cine. Son navarros (no leoneses) y eso quizá explica algunas diferencias con El desencanto, aquella película sobre los Panero con la que esta puede tener también semejanzas (la propia madre lo señala y, como en aquella película emblemática, la figura ausente del padre también es citada varias veces). Igual que en la de Chávarri, el espectador siente una mezcla de fascinación y pudor al asistir a estas confesiones íntimas. Y también se hace extraño (tratándose de navarros) ese aspecto heterodoxo que se atribuye a la fe católica, como si fuera una secta extravagante en la que se integra una familia algo friqui. Se hace raro pensar que los verdaderos creyentes pueden sentirse así en un país en el que la religión es una asignatura de bachillerato cuya calificación tiene el mismo valor que la de Matemáticas y en el que el 8 de diciembre no es laborable porque ese día conmemoramos el dogma de la concepción sin mancha de María (o su aparición en la batalla de Empel para echar una mano a nuestras tropas en Flandes). Ya digo, resulta extraño que en España Converso pueda parecer una película rara.