10 de agosto de 2019. Cines Los Prados, Oviedo.
Un abogado que iba a cenar con su mujer tiene una disputa en un restaurante con un hombre recién llegado. La cosa se complica y a la salida el extraño se pega un tiro delante de él. El abogado lo mete en su coche con intención de llevarlo a un hospital pero luego cambia de opinión y lo abandona en el desierto. Tiempo después, sabrá quién era ese hombre y también algunas cosas que están pasando en su ciudad. Es 1975 y falta poco para el golpe militar.
El preámbulo con el plano fijo de una casa de la que sale gente portando cosas resulta extraño e inquietante. Así que antes de los créditos iniciales la película ya cautiva. Y lo seguirá haciendo en esa primera escena en el restaurante que tiene tanto de teatral. A partir de ahí se van sucediendo escenas que son como un puzle de circunstancias en torno al personaje que borda un Darío Grandinetti al que, como siempre, da gusto ver. Todo está magníficamente ambientado en los entornos de una clase media provinciana que ya intuía (y deseaba) el golpe militar en Argentina. Así que, bajo la apariencia de una historia contenida de cine negro, Benjamín Naishtat nos ofrece un retrato lleno de alusiones y metáforas (el encuentro y los regalos que intercambian los gringos y el intendente, la pieza de danza que prepara la hija del abogado, el eclipse que todos menos él quieren ver...) sobre las actitudes y las atmósferas de aquel tiempo extraño. Así que el puzle encaja retrospectivamente. Y no solo cuando acaba la película y uno entiende la primera escena y descubre quién era el último tipo que aparece en ella y por qué llevaba esa peluca que tan oportuna simetría simbólica tiene con la que al final portará el personaje de Grandinetti. También porque Rojo no trata solo de un abogado que oculta algo o de un hombre que desaparece, sino de un país y de un tiempo en el que desaparecer u ocultar algo se convirtió en habitual.