26 de octubre de 2019. Teatro Carrión, 64º Semana Internacional de Cine de Valladolid (sección oficial -fuera de concurso-). V.O.S.
Un chino y su hijo llegan a un pequeño pueblo de la Laponia finlandesa preguntando por un hombre que nadie parece conocer. El chino se llama Cheng y es un gran cocinero al que ese finlandés ayudó en Shangai cuando, tras la muerte de su mujer, la vida de Cheng se complicó. Pero ese hombre ha fallecido y ahora él no decide ayudar en la cocina de Sirkka. Ella es la dueña de un restaurante que apenas tiene otros parroquianos que los viejos de la zona. Pero el éxito de los platos de Cheng cambiará muchas cosas. Entre ellas la popularidad del restaurante, la alegría y la salud de quienes lo frecuentan y también la soledad de Sirkka y de Cheng.
No soporto ese engendro televisivo de maneras medio sádicas que se llama Master Chef. Así que el ternurismo entrañable de este Master Cheng se me hace bastante llevadero aunque solo sea porque entiende la cocina como lugar en el que no tienen cabida la prisa, la riña y la competividad. En este maridaje cultural chinofinlandes todo está presidido por el altruismo y el buen rollo, no por ese ordeno y mando, ese juzgo y descalifico, que caracteriza a aquel deplorable programa televisivo. Como también sucede en esas ligas de debate en las que se promueve la retórica competitiva y que tanto éxito están teniendo en universidades e institutos. Cualquier día a alguien se le ocurrirá llevarlas a la televisión para ofrecer desde ella aún más intoxicación competitiva. En Master Cheng no hay nada tóxico. Al contrario, todo es previsible y saludable. Un cine muy digestivo en el que todo está masticado para que el público no se complique. Es una película con una presentación bonita y una digestión sencilla. No es un plato sofisticado ni es cocina de autor, pero tampoco le hace daño a nadie.