19 de febrero de 2016. Cines Van Dyck, Salamanca.
En unos grandes estudios del Hollywood de los años cincuenta un productor lidia con los problemas de hacer varias películas a la vez. En una le endosan a un actor que era bueno como acróbata en películas del Oeste pero que no sabe hablar en las de amor. En otra con muchos bailes acuáticos la guapa actriz es de lo más tosco fuera del plató. Y en una sobre Jesucristo una célula comunista secuestra al actor principal.
Solo por ver a George Clooney vestido de romano y secuestrado por unos tipos liderados por un profesor llamado Marcuse ya merece la pena este divertimento de los hermanos Coen. Lo veo en los Van Dyck de Salamanca después de terminar las gratas sesiones del máster de Estudios Sociales de la Ciencia que imparto aquí en esta época del año desde hace ya ocho. A mi lado, unos señores mayores salen muy defraudados porque la película no les ha parecido tan hilarante como les habían dicho. Estoy de acuerdo. Y justamente por eso me gusta. Lo que podría haberse convertido en una comedia gruesa (las imágenes y las situaciones dan para ello) se queda en un juego irónico lleno de guiños sobre el cine americano de los cincuenta. La historia es menos importante que las situaciones concretas y entre ellas hay momentos tan deliciosos como el diálogo entre los ministros de las distintas iglesias o los de la célula comunista que secuestra al Clooney romano. Pero lo que más me gusta es la manera en que los Coen juegan con los dispositivos narrativos y los resortes interpretativos que caracterizaban a los géneros convencionales de aquel cine de los grandes estudios. Con unos actores que entran perfectamente en su juego nos regalan esta pequeña gamberrada que es medio burla y medio homenaje. Quien espere reírse mucho no encontrará motivos. Pero a mi, que me basta con la sonrisa cómplice, los hermanos Coen no me han defraudado.