30 de abril de 2013. Casa de la
Cultura, Avilés. V.O.S.
En 1961 Hannah Arendt se ofrece al The New Yorker para asistir al proceso contra Adolf Eichman en Jerusalén y escribir una serie de artículos. En ellos defenderá la banalidad del mal, la ausencia de intención y reflexión en un hombre que fue capaz de provocar el horror con un comportamiento de burócrata diligente y casi anónimo pero que no percibía otra cosa en su conducta que el cumplimiento de órdenes y normas. Esa idea y la alusión al papel de las organizaciones judías en aquellos años terribles son muy mal recibidas en los círculos judíos y en su propio medio académico.
La película retrata el entorno íntimo y académico de la pensadora durante la época en que asistió al proceso a Eichman, redactó su polémico (y luego influyente) trabajo y sufrió despiadadas críticas por no limitarse a describir lo obvio ni quedarse en lo políticamente correcto al interpretarlo. Aunque también incluye algunas evocaciones de su relación con Heidegger, es la fuerza del personaje y el oportuno equilibrio que Margarethe von Trotta consigue entre su perfil humano e intelectual lo que hace que las casi dos horas de esta historia sobre ideas atrapen como si se estuviera viendo un buen thriller. Pero además von Trotta quiere (y consigue) dar que pensar. El revelador (y molesto) enfoque de Hannah Arendt sobre el totalitarismo y el mal que esta película retrata la sitúan al otro lado de la historia narrada en La cinta blanca. Si Haneke analizó la forja moral del carácter que hizo posible el nazismo, von Trotta transmite con claridad la tesis de Arendt de que aquel mal absoluto fue posible por las conductas de unos seres absolutamente corrientes que simplemente renunciaban a pensar. El discurso de Hannah Arendt al final la película reconforta por lo que tiene de reivindicación de su lúcida postura. Pero también se hace inquietante por la actualidad que sigue teniendo su advertencia sobre el peligro cotidiano de ese mal que se esconde en las conductas de quienes se niegan a pensar.
La película retrata el entorno íntimo y académico de la pensadora durante la época en que asistió al proceso a Eichman, redactó su polémico (y luego influyente) trabajo y sufrió despiadadas críticas por no limitarse a describir lo obvio ni quedarse en lo políticamente correcto al interpretarlo. Aunque también incluye algunas evocaciones de su relación con Heidegger, es la fuerza del personaje y el oportuno equilibrio que Margarethe von Trotta consigue entre su perfil humano e intelectual lo que hace que las casi dos horas de esta historia sobre ideas atrapen como si se estuviera viendo un buen thriller. Pero además von Trotta quiere (y consigue) dar que pensar. El revelador (y molesto) enfoque de Hannah Arendt sobre el totalitarismo y el mal que esta película retrata la sitúan al otro lado de la historia narrada en La cinta blanca. Si Haneke analizó la forja moral del carácter que hizo posible el nazismo, von Trotta transmite con claridad la tesis de Arendt de que aquel mal absoluto fue posible por las conductas de unos seres absolutamente corrientes que simplemente renunciaban a pensar. El discurso de Hannah Arendt al final la película reconforta por lo que tiene de reivindicación de su lúcida postura. Pero también se hace inquietante por la actualidad que sigue teniendo su advertencia sobre el peligro cotidiano de ese mal que se esconde en las conductas de quienes se niegan a pensar.