9 de abril de 2016. Cines Los Prados, Oviedo.
A Marguerite Dumont le encanta la ópera pero canta muy mal. Ella es una rica aristócrata francesa que llena su tiempo con fantasías de gran diva de las que no la despiertan ni su marido ni los amigos que acuden por interés a sus veladas musicales. Marguerite desafina pero todos le hacen creer que es una gran cantante. La cosa se complica cuando a uno de esos recitales asisten un periodista cultural y un poeta descreído que la animan a exhibir sus dotes musicales ante otros públicos.
La historia se inspira en la de la curiosa soprano americana Florence Foster Jenkins. Nuestra Marguerite es una mujer dulce y apasionada por la que solo se puede sentir ternura y compasión. Es una diva involuntariamente casta que exhibe sin pudor su inocencia musical. Ante ella sería obvia la carcajada de ese público pedante que quiere pasar por exigente. Sin embargo, Xavier Giannoli nos da una lección moral (además de musical y escénica) al hacernos sentir vergüenza ajena no hacia ella, sino hacia quienes quisieran reírse o sacar provecho de alguien así. Marguerite es una mujer que entiende el amor propio literalmente. Como la entrega absoluta a lo que la hace feliz sin el distanciamiento que da un pudor que ella no tiene. Madame Marguerite es una delicia por la interpretación de una Catherine Frot que borda la dulce inocencia del personaje, por la magnífica recreación de los ambientes selectos del París de hace un siglo, por la música tan grata cuando no es Marguerite la que canta, por el reportaje fotográfico en blanco y negro que va componiendo ese sirviente negro del que no acabamos de saber si realmente tiene el alma blanca y, sobre todo, por ser un historia bien construida y de alta tensión moral en la que se pasan en un instante las dos horas y pico que van de la primera velada al último fotograma.