4 de enero de 2017. Cines Parqueastur, Corvera.
Una nave espacial lleva a más de cinco mil pasajeros hibernados hacia un lejano planeta. El viaje durará ciento veinte años pero cuando aún faltan noventa para llegar al destino el impacto contra un gran meteorito provoca daños en la nave que hacen que uno de los pasajeros se despierte. Tras un año de soledad decidirá que quiere tener una compañera.
El director de The imitation game nos presenta esta historia futurista que, más que a la de Robinson o la bella durmiente, se asemeja a la de Adán y Eva en un paraíso viajero en el que él es un dios pecador que finalmente encontrará su redención con ella. La escenografía es magnífica y se hacen muy gratas esas dos horas que pasamos en ese inmenso y solitario Titanic sideral lleno de tecnologías del porvenir, entre ellas un barman androide de lo más comprensivo. Como corresponde a un paraíso así la pareja es muy guapa y molona. Pero, al modo del cine más palomitero, todo queda siempre muy clarito y sobreexplicado. Y es una lástima porque con una idea así (incluido ese deux ex machina que, destinado a morir, parecía inevitable que fuera negro) se podría haber hecho una película mucho más atractiva e inquietante. Pero, como ya vimos en Marte de Ridley Scott, parece que en el cine cósmico americano hay bastante miedo a seguir las maneras de Kubrick y dejar al espectador a solas con los misterios de otro planeta o de una nave lejana. Así que, con mimbres galácticos tan estupendos y una historia sobre Adán y Eva que podría haber tenido mucho más interés, uno acaba añorando los vértigos espaciales y sentimentales que hace tres años nos hizo sentir Cuarón más cerquita de la Tierra.