12 de enero de 2018. Cines Ocimax, Gijón.
El afán por entregar una carta de Vincent a Theo es el hilo conductor de la investigación que emprende el hijo del cartero un año después de la muerte de Van Gogh. Así se reconstruyen los últimos tiempos del artista en Auvers y la forma en que lo trataron las gentes del lugar.
El cine y la pintura pueden llevarse muy bien. Buenos ejemplos de ello son películas como El sol del membrillo, ese diálogo sublime entre dos artes que se afanan por detener y comprender el tiempo; Mr. Turner, la magnífica película en la que Mike Leigh retrató con Timothy Spall la madurez de aquel pintor; o Shirley: visiones de una realidad, la cautivadora propuesta de Gustav Deutsch que nos permitió asistir a trece fascinantes escenas inspiradas en otros tantos cuadros de Edward Hopper. La película de Leigh se centra en el artista, la de Deutsch en la obra y la de Erice sobre Antonio López en la dialéctica entre los artistas, sus obras y las dos artes. Al lado de cualquiera de ellas Loving Vincent parece un simple relato televisivo. Y no por la singularidad de esos colores y esas formas que el tenaz trabajo de muchos pintores ha hecho que parezcan proceder de la paleta de Van Gogh. Las imágenes que vemos son bellas pero las obras del holandés no parecen sugerir, como las de Hopper, un antes y un después del instante pintado que haga interesante su traslación al cine. Por otra parte, ese recurso estético tan frecuente en la animación actual de filmar las escenas con actores para luego pintarlas aporta poco si el relato es tan convencional como el de esta película. Así que Loving Vincent se queda en una simple indagación detectivesca con contenidos menos interesantes que los de la exposición sobre la enfermedad y los últimos tiempos de Van Gogh que tuvimos ocasión de ver hace año y medio en su museo de Amsterdam.