15 de mayo de 2016. Cines Ocimax, Gijón.
El abuelo de Alma dejó de hablar. Quizá el día en que sus hijos arrancaron su olivo milenario para venderlo. Alma era entonces una niña que adoraba a su abuelo y a aquel árbol. Ahora quiere devolvérselo. Así que convence a su tío y a un amigo para ir a por él a Alemania.
"Ese fue mi abuelo Jerónimo, pastor y contador de historias, que, al
presentir que la muerte venía a buscarlo, se despidió de los árboles de
su huerto uno por uno, abrazándolos y llorando porque sabía que no los
volvería a ver". Las palabras de Saramago podrían explicar los motivos por los que esta joven quiere encontrar ese olivo y regresarlo a su tierra. Hay, por tanto, dos historias en la de este olivo extrañado. Una grande que habla de la tierra, de las raíces, de las herencias importantes y de lo que nos ha pasado en este país que quiso poner precio a lo que solo tenía valor. Y otra más pequeña que habla de la familia y los afectos, de los vínculos y las rupturas entre las generaciones. Icíar Bollaín consigue unir bien esas dos tramas con el poderoso nexo de ese olivo tan bello. A mi me gusta más la de las personas. La de los recelos y reproches entre la hija y el padre, la del cariño que se tienen la nieta y el abuelo, la del difícil papel de esa generación intermedia que rompió con la anterior y es despreciada por la siguiente. El olivo es una película sencilla que trata de las cosas importantes. Como el gesto del abuelo de Saramago.