7 de febrero de 2018. Cines Van Dyck, Salamanca.
Un matrimonio que está en trámites de divorcio y pendiente de vender su piso no sabe qué hacer con su hijo de doce años. Cada uno ya tiene una nueva pareja con la que es feliz, pero los encuentros entre los dos muestran lo mucho que se detestan. Hasta que el hijo desaparece y durante unos días la búsqueda los mantiene obligadamente unidos.
Vuelvo por décimo año a las sesiones del master de Estudios Sociales de la Ciencia y como siempre me paso por mis queridos cines Van Dyck. El duro temporal que me ha puesto difícil este viaje se prolonga en esta película radicalmente invernal en la que Zvyagintsev vuelve a demostrar su maestría (como en Elena y en Leviathan) para retratar con aspereza aspectos nada reconfortantes de la sociedad rusa. En este caso las relaciones de esta familia en descomposición en cuyo trasfondo intuimos también unos cambios en las formas de vida de su país hacia los que este magnífico director no parece nada complaciente. El contraste entre la forma en que viven sus protagonistas la relación que están finiquitando y la que cada uno de ellos inicia con su otra pareja tiene un contrapunto pesimista en ese epílogo que parece concluir que los afectos así planteados les acabarán devolviendo al punto de partida. Por lo demás, los discursos paralelos sobre la religión y sobre Ucrania que escuchamos en la radio o en el televisor añaden una nota más de pesimismo a este desasosegante relato. La belleza inicial de las imágenes invernales del río y esa cinta que el niño cuelga en la rama de un árbol, quizá como anuncio de peligros de los que la naturaleza no escapaz de proteger, son casi un símbolo de la descorazonadora mirada de este director que tanto parece echar en falta algo de compasión en las criaturas que retrata.