12 de febrero de 2018. Cines Renoir Plaza de España, Madrid. V.O.S.
En un motel de color rosa vemos cómo pasa el verano una niña de seis años con sus pequeños amigos. Parecen seres silvestres que disfrutan lo indecible con sus correrías por los aledaños de unas autopistas meridionales que prometen diversión a los adultos infantilizados. La madre de la niña malvive cada día y parece que siempre está a punto de perderlo todo. Sin saber muy bien cómo, el gerente del motel intenta proteger a esos seres tan felizmente desvalidos.
Tras la extraordinaria Tangerine Sean Baker solo podía hacer otra película perfecta. De la Costa Oeste se ha venido a Florida para retratar a esta infancia feliz y a la deriva que, con menos dramatismo, me recuerda a la de aquella otra joya que se titulaba Nadie sabe y con la que aquí supimos de la maestría de un japonés llamado Kore-Eda. Con Estiu 1993 de Carla Simón formarían un tríptico inigualable sobre la capacidad de la cámara para captar la vida en presente continuo de quienes acaban de estrenarla. La protagonista de The Florida Project es el arquetipo de la felicidad más salvaje en las periferias urbanas. Es una pequeña gamberra sin más criterio moral que el de satisfacer su hedonismo compartido y trepidante. A su alrededor los adultos son también seres fascinantes. Sea por el carácter indómito de esa madre joven que no sabe de más futuro que el que pueda haber cada día o por esa ternura de ángel de la guarda que destila un Willem Dafoe que tendrá bien merecido cualquier premio que le den por este personaje que me ha recordado los mejores momentos de Clint Eastwood. Así que The Florida Project me confirma que Sean Baker es un director del que tendríamos que saber mucho más. De lo que pueda hacer a partir de ahora y también de sus trabajos anteriores que bien merecerían que algún festival le dedique una retrospectiva.