27 de noviembre de 2012. Centro Niemeyer, Avilés. V.O.S.
Niños de cuatro o cinco años debaten sobre el amor, la amistad, la muerte, la diferencia o la igualdad. Su maestra dirige los diálogos. Están en el taller de filosofía, un tiempo para pensar y hablar en torno a una vela encendida. Descartes estaría encantado (también con la vela). La cámara se enamora de los rostros, las palabras y los gestos. En el aula les mira sin importunarles. Y a veces también les sigue en el patio o de camino a casa.
La filosofía para niños no es una idea original de Pascualine, la maestra de esta película. Es un proyecto de cierta implantación en varios países sobre el que se podrían decir muchas cosas. Pero aquí lo que interesa es el cine. Y el cine se hace muy grato en esta película. Así sucede siempre que se escucha hablar con libertad a niños de esas edades. Los borbotones de imaginación en sus palabras, apenas hilvanadas con retazos de racionalidad, hacen que esos niños sean un delicioso espejo en el que se refleja lo que fuimos, lo que según ellos somos y lo que queremos que ellos lleguen a ser. El público, más de Rousseau que de Descartes (muchas profesoras de infantil o aspirantes a serlo, pero ni rastro de otros profesores de filosofía en la sala), disfrutó de lo lindo con los diálogos de esos niños de todos los colores en una escuela pública francesa. El título de la película hace un guiño a la inolvidable Hoy empieza todo de Tavernier, con la que parece querer compartir el escenario y la edad. Como Nicolas Philibert, en la discutible Ser o tener, los directores de esta película son conscientes de lo bien que le sienta al cine la infancia escolarizada. Sobre todo la primera infancia, que es cuando mejor dan en la pantalla los humanos en formación. Porque cuando pasan unos años y se hacen adolescentes (esa edad en la que más necesitan que les escuchemos) la cámara les ve feos y no quiere dejarles hablar si no es para hacérnoslos repugnantes (La clase de Laurent Cantet es un ejemplo paradigmático). La cámara nunca es inocente cuando entra en el aula, tampoco en el cine francés. Al menos esta película no es malintencionada y las prejuicios que refuerza no son reaccionarios. Pero sigo echando en falta que otras miradas (y otras edades) sean más frecuentes en el cine sobre lo educativo (en la línea, por ejemplo, de la interesante Los niños salvajes de Patricia Ferreira). ¿Quién se animará a llevar alguna vez al cine Mal de escuela, el lúcido libro de Pennac sobre esa otra edad escolar? Él también es francés…
La filosofía para niños no es una idea original de Pascualine, la maestra de esta película. Es un proyecto de cierta implantación en varios países sobre el que se podrían decir muchas cosas. Pero aquí lo que interesa es el cine. Y el cine se hace muy grato en esta película. Así sucede siempre que se escucha hablar con libertad a niños de esas edades. Los borbotones de imaginación en sus palabras, apenas hilvanadas con retazos de racionalidad, hacen que esos niños sean un delicioso espejo en el que se refleja lo que fuimos, lo que según ellos somos y lo que queremos que ellos lleguen a ser. El público, más de Rousseau que de Descartes (muchas profesoras de infantil o aspirantes a serlo, pero ni rastro de otros profesores de filosofía en la sala), disfrutó de lo lindo con los diálogos de esos niños de todos los colores en una escuela pública francesa. El título de la película hace un guiño a la inolvidable Hoy empieza todo de Tavernier, con la que parece querer compartir el escenario y la edad. Como Nicolas Philibert, en la discutible Ser o tener, los directores de esta película son conscientes de lo bien que le sienta al cine la infancia escolarizada. Sobre todo la primera infancia, que es cuando mejor dan en la pantalla los humanos en formación. Porque cuando pasan unos años y se hacen adolescentes (esa edad en la que más necesitan que les escuchemos) la cámara les ve feos y no quiere dejarles hablar si no es para hacérnoslos repugnantes (La clase de Laurent Cantet es un ejemplo paradigmático). La cámara nunca es inocente cuando entra en el aula, tampoco en el cine francés. Al menos esta película no es malintencionada y las prejuicios que refuerza no son reaccionarios. Pero sigo echando en falta que otras miradas (y otras edades) sean más frecuentes en el cine sobre lo educativo (en la línea, por ejemplo, de la interesante Los niños salvajes de Patricia Ferreira). ¿Quién se animará a llevar alguna vez al cine Mal de escuela, el lúcido libro de Pennac sobre esa otra edad escolar? Él también es francés…