13 de octubre de 2013. Cines Los Prados, Oviedo.
En 1960 Josef Mengele se oculta en Argentina. De camino a Bariloche entabla relación con una familia que le atrae. El padre es un artesano que hace muñecas perfectas, la madre va a tener gemelos y la hija está poco desarrollada para su edad. El monstruo describe en su cuaderno las características de sus cuerpos, como hacía quince años atrás. Todavía sigue queriendo experimentar con seres humanos.
La caza de Eichmann aparece al fondo de esta historia. La de Mengele no fue posible y murió en Brasil casi veinte años después. Hannah Arendt convirtió a Eichmann en el paradigma de esa temible (por cotidiana) banalidad del mal, pero Mengele no ha dejado nunca de ser el modelo del mal sustantivo. Lucía Puenzo lo sabe y por eso es tan valiente al presentarlo en la distancia corta y en un entorno tan lejano del horror como los bellos paisajes de Bariloche. Así consigue dar el tono justo a una historia en la que el oportuno hieratismo de Àlex Brendemühl (y su parecido físico con aquel canalla) resulta perfecto para mostrar la inhumana tendencia a ver en los cuerpos humanos escenarios para investigaciones sin límites ni sentido. Como en XXY una adolescente diferente vuelve a estar en el centro de una buena historia de Lucía Puenzo. Aunque esa centralidad es compartida aquí con una madre educada en un temible colegio alemán y un padre que, en contraste con la bestia, pone el corazón en las muñecas y desconfía de quien piensa que la diferencia es defecto.