30 de noviembre de 2019. Cines Los Prados, Oviedo.
En 2001 un matrimonio de una pequeña ciudad de la provincia de Buenos Aires convence a algunos amigos para juntar dinero con el que reabrir una vieja cooperativa agrícola. Con las mejores intenciones consiguen los dólares pero, en la víspera del corralito, el gerente y un abogado del banco los convence para que los pongan en una cuenta en pesos con la que tendrán más fácil conseguir un crédito por la cantidad que les falta. Así que sus dólares acabarán en una bóveda de seguridad en medio del campo. Pero esta vez los giles deciden que no van a serlo.
La nacionalidad y el elenco me animaron a ver una película de la que no esperaba mucho (si al final resultaba una comedia imbécil del tipo Ocho apellidos vascos, al menos tendría la gracia del acento). Pero, al contrario que Parásitos, La Odisea de los giles es una película con pocas pretensiones y mucho interés. Además de unas interpretaciones magníficas (los dos Darín, Luis Brandoni, Verónica Llinás y Daniel Aráoz están estupendos) la película de Sebastián Borensztein tiene un guión afinadísimo en el que la mala leche, la ternura, la ironía, la ingenuidad y la sutileza se combinan de forma perfecta con esa deliciosa agilidad verbal característica de los argentinos. La historia (y la pertinencia de las músicas) recuerda un poco a esos ajustes de cuentas tan bien contados que a veces firman los hermanos Coen y, aunque tiene más ternura que los impresionantes Relatos salvajes de Damián Szifrón, no deja de tener también cierto parentesco con ellos. Nada menos.