30 de noviembre de 2019. Cines Los Prados, Oviedo.
Sara sale adelante como puede. Vive en un piso de acogida con su bebé y trabaja como limpiadora aunque está a punto de conseguir un contrato como auxiliar de cocina. También está intentando tener la custodia de su hermano pequeño que vive ahora en un centro de menores. Ella es una joven tenaz que no se rinde. Pero también querría tener más afecto. Por ejemplo, el del padre de su hijo, un chico con el que se lleva muy bien pero que sigue viviendo en casa de sus padres. O el de su propio padre que acaba de salir de la cárcel y le complica la vida.
Algunas primeras películas son ya una joya. Por ejemplo, esta de Belén Funes que por el tema y por las formas es fácil comparar con el cine de los hermanos Dardenne. Mejor dicho, con sus mejores películas (Rosetta, La chica desconocida...) y en esa comparación Belén Funes saldría muy bien parada. Aunque si hubiera que buscar referencias nacionales se me ocurren algunas tan magníficas como La herida de Fernando Franco o La soledad de Jaime Rosales. Así de buena es esta historia en la que interesa tanto esa cotidianidad que vemos como lo que intuimos de la vida anterior de los personajes. Solo el título se hace extraño en una película con interpretaciones memorables de Greta y Eduard Fernández. Por este papel ella debería recibir muchos premios y muy buenas propuestas para otros trabajos notables y él... Bueno, dejémosle todo el protagonismo a ella que el buen hacer de su padre es ya resabido. La hija de un ladrón podría tener también parentesco con el mejor cine de Ken Loach, pero la mirada de Belén Funes es más sutil y contenida. No es la denuncia de injusticias lo que aquí se presenta. De hecho, hay bondad en todos los personajes y nadie es realmente culpable de la aspereza de las vidas que se retratan. Ni siquiera ese padre impulsivo y emotivo y que resulta tan normal como la vida de la que habla Sara cuando le preguntan por la suya. La hija de un ladrón es cine superlativo que no merece ser vista en unas condiciones de proyección lamentables que las producciones estadounidenses no permitirían en ninguna sala para sus aparatosos engendros. Hace unos días veíamos Madre de Rodrigo Sorogoyen, otra joya española que le da mil vueltas a la mayoría de las películas vecinas en la cartelera, e igual que nos ha pasado con esta tuvimos que conformarnos con verla con una luminosidad bajísima que seguramente algunos espectadores habrán achacado a la voluntad de sus directores y no a la falta de control sobre las condiciones en que se exhiben en nuestro país las obras de arte. Y es que conviene recordarlo: aunque mucho de lo que se proyecta en las salas comerciales no lo sea, algunas películas siguen siendo buena prueba de por qué al cine se le llama séptimo arte.