29 de diciembre de 2016. Cines Ocimax, Gijón. 3D
El Imperio tiene lista un arma muy poderosa. Para diseñarla ha contado con un ingeniero leal a la Resistencia. Tanto que escondió dentro de ella la clave para destruirla. Su hija y un grupo de rebeldes buscarán los planos que lo harán posible.
Estética paleofuturista en escenarios ucrónicos. Narrativas mestizas entre el cine bélico americano y las películas de romanos. Nada nuevo, por tanto, en las maneras de una saga de la que no me interesan ni las cuitas, ni los personajes. Pero sí las imágenes. Sobre todo las de la parte final con vuelos alucinantes y construcciones vertiginosas en escenarios tropicales. Aunque el 3D no es muy llamativo, las imágenes son lo mejor de una película cuya trama entiendo a medias y me importa más bien poco. Y ahora una coda lingüística. Repárese en el título. Siete palabras: tres en castellano y cuatro en inglés. La menos conocida es rogue, que solo es nombre propio cuando uno de los personajes bautiza así a su nave (añadiéndole ese one que la singulariza y le da empaque bélico). En inglés significa pícaro o granuja. Si la gesta fuera en una de las naves de Colón la película podría titularse, por ejemplo, La Pinta: Una historia colombina (Pinta: A Columbus Story). Así que Rogue One: a Star Wars Story quizá se podría haber traducido con un título tan bonito y castizo como La Picarona: una historia de guerras cósmicas. Los angloparlantes lo entienden más o menos así, pero pocos españoles se habrán preocupado por el significado de ese título. Ni falta que hace. Con que esté en inglés parece que ya nos vale. Nos basta con saber que la cosa tiene que ver con esa cadena cuyo primer eslabón no se tituló Star Wars, sino La Guerra de las Galaxias. Qué le vamos a hacer. En el país en el que nació la segunda lengua con más hablantes nativos del mundo parece que cada día nos avergonzamos más de ella y hacemos todo lo posible para que, también aquí, la sustituya cuanto antes la tercera.