16 de diciembre de 2016. Laboral Cinemateca, Gijón.
Miguel Ángel Rodríguez lleva películas a los pueblos en verano. Con sus equipos de treinta y cinco milímetros recorre España coordinando varias proyecciones cada noche. Pero con la llegada del cine digital las películas ya no estarán en bobinas ni serán de celuloide. Así que este puede ser el último verano para su trabajo.
Leire Apellaniz, que también es proyeccionista y ha trabajado en el festival de San Sebastián, ha venido esta noche a Gijón para presentarnos esta película sobre un amigo suyo que se hace querer a los dos lados de la cámara. Con un planteamiento muy similar a 24 cines por segundo, el estupendo documental de Mariela Artiles que vimos el año pasado en la semana de cine español de Béjar, El último verano nos habla de un cine que agoniza en esa España vacía de la que habla Sergio del Molino en su libro. Y también de esos otros cineastas que han intentado resistir ante la macdonalización de la exhibición cinematográfica y la demolición incontrolada del sector que ha propiciado su digitalización y ha sido consentida por esa derecha irresponsable y culturalmente miope que nos sigue gobernando en España. La cámara acompaña sin importunar nunca a este héroe maduro que, entre proyectores y proyeccionistas, nos va mostrando la agonía de una actividad que daba vida a las noches estivales en las plazas de tantos pueblos. El último verano se ve con agrado y contiene momentos especialmente sugerentes como los de ese tramo final en el que vemos al protagonista conversar con Álvaro Ogalla, el proyeccionista de la Cineteca del Matadero que protagonizó la estupenta El Apóstata de Federico Veiroj (el director de La vida útil, aquella magnífica película sobre otro cineasta maduro que se quedaba sin trabajo en Montevideo por el cierre de la cinemateca). O también cuando, tras la triste conversación con el proyeccionista de la Sala Berlanga, la cámara se queda sola en la cabina y nos muestra el cambio de proyectores para luego ofrecer una sucesión de planos de los que han quedado abandonados en naves olvidadas o en salas de cine arruinadas. Y tras hora y media de cine sencillo y sugerente, Leire Apellaniz tiene el buen gusto de ofrecernos esa hermosa escena final rodada en treinta y cinco milímetros en la que Miguel Ángel Rodríguez se fuma un cigarro con José Sacristán.