lunes, 28 de enero de 2013

Violeta se fue a los cielos

de Andrés Wood. Chile, 2011. 110’.
27 de enero de 2013. Centro Niemeyer, Avilés.

El primer plano de una pupila abre la película. El de otra la cierra. En medio Violeta Parra, la chilena que le daba gracias a la vida por darle esos dos luceros que parecen evocar ahora instantes de su vida: la Violeta niña que aprende de su padre, la Violeta etnógrafa que quiere salvar la música campesina, la Violeta madre que parece hermana de sus hijos, la Violeta artista que expone en el Louvre, la Violeta enamorada que desea y sufre, la Violeta impulsiva que riñe al público, la Violeta inteligente que brilla en la entrevista de televisión… Son instantes que pasan en un instante. Para Violeta, el de su muerte. Para nosotros, el de una magnífica película.

No solo Violeta Parra consiguió mostrar que en la pobreza hay belleza. También lo logra esta película que la sigue por los barracones del Chile minero, que muestra en secuencias memorables el carácter de su padre, que capta su ilusión por convertir esa sencilla carpa entre Santiago y la cordillera en un templo del folklore. Hay mucho orden en esas evocaciones sin cronología, el orden de una película bien contada. Y bien cantada, porque la fuerza de esta Francisca Gavilán que la interpreta (hasta su apellido la une a Violeta Parra) es tan rotunda como la de aquel Óscar Jaenada que se atrevió a convertirse en Camarón. Cantantes como esos necesitan actores así para construir, a partir de sus vidas, historias poderosas en el cine. Francisca Gavilán (y Andrés Wood) lo consigue con la de Violeta Parra. Después de que la segunda pupila cierre a negro y aparezcan los títulos de crédito se hace imposible salir del cine. No antes de que Violeta Parra termine de dar gracias a la vida y nos diga que el canto de ustedes es el mismo canto. El canto de todos que es su propio canto.