martes, 12 de febrero de 2013

Amor

de Michael Haneke. Austria, 2012. 127’.
11 de febrero de 2013. Cines Marta, Avilés.

Un matrimonio parisino comparte serenamente el tramo final de unas vidas dedicadas a la música. Su armonía se rompe con la súbita enfermedad de Anne. Al regresar a casa, le hace prometer a Georges que no la llevará nunca más a un hospital. Él la acompaña y cuida en un deterioro sin retorno que hace muy dolorosa su cotidianidad.

Tras mostrarnos la llegada de los bomberos en esa escena preambular que anticipa el dramático final, Haneke comienza la película con el único plano que filma fuera de la casa. En él Anne y Georges forman parte del público que, desde un patio de butacas, espera el comienzo de un concierto. Pero el lugar al que miran expectantes es precisamente nuestro patio de butacas, desde el que estamos a punto de contemplarles en los peores trances de su ancianidad. Tras este arranque doble, Haneke nos va mostrando, con un naturalismo radical, la crudeza del declive de Anne (magnífica Emmanuelle Riva) solo compensada por la serenidad abnegada de Georges (magnífico Jean-Louis Trintignant). Su viejo apartamento burgués contiene un universo biográfico al que llegan vagamente los ecos radiofónicos de esa Europa en crisis que, más allá de las coyunturas, parece motivar tantas reflexiones en la obra de Haneke. El suyo es un cine en el que no hay tregua para el dolor: el que se sembraba desde edades tempranas en la Alemania en que germinó el nazismo (La cinta blanca), el de la culpa y los deseos reprimidos de una cultura exigente (La pianista) o el del desasosiego que provocan las miradas anónimas sobre la estabilidad familiar (Caché). Y es que para Haneke el sufrimiento acompaña todas las edades de la vida. Al mostrarnos ahora este dolor de la edad tardía parece estar reivindicando la vecindad entre la compasión y el amor, esos dos viejos valores que forman parte de lo mejor de una Europa que, como esos ancianos, quizá también esté encarando su final.