23 de febrero de 2016. Casa de la Cultura, Avilés. V.O.S.
Auschwitz. 1944. Un hombre en un sonderkommando. Es Saúl, un judío húngaro que trabaja entre la cámara de gas y el crematorio. Lo seguimos durante dos días en esa fábrica de la muerte. Un tiempo en el que todo su afán es intentar dar sepultura al cadáver de un chico.
No quise verla en el festival de Gijón porque temía que la película no fuera digna del tema. Pero las buenas críticas que ha recibido y que hasta Claude Lanzmann la haya alabado me han hecho esperar con mucho interés esta oportunidad de verla en la Casa de la Cultura. Y desde su primer plano encuentro que El hijo de Saúl son palabras mayores. En la historia del cine y en el cine sobre la historia. La cámara nos coloca a una cercanía máxima del protagonista ofreciéndonos una profundidad de campo mínima. La única posible para aproximarnos a la experiencia de un ser humano obligado a deambular entre el horror. Las imágenes borrosas y los sonidos terribles nos sitúan en medio de la realidad, más que dantesca, de la organización industrial de la muerte. Y asistimos a ella desde la perspectiva del proletariado más extremo que quepa imaginar. Desde ahí es desde donde Lázló Nemes nos hace partícipes de la voluntad de redención de un hombre que busca dar sentido a su vida entre los muertos intentando dignificar al que podría haber sido su hijo. Casi en fuera de campo queda el intento de rebelión de ese sonderkommando cuya resistencia contrasta con la pasividad, cuando no la colaboración, que los organizadores de aquel exterminio industrial encontraron en los líderes de las comunidades judías. László Nemes nos ha llevado a los infiernos para que acompañemos el gesto agónico y poético de un hombre (si esto es un hombre) en medio de una pesadilla que resultaría obscena si fuera solo una ficción.