domingo, 26 de mayo de 2024

Despidiendo a Yang

de Kogonada. EE.UU., 2021. 90’.
26 de mayo de 2024. Amazon Prime. V.O.S.

Una familia feliz. Una mujer negra que trabaja mucho fuera de casa. Un hombre blanco cuya pasión es el manejo del té. Una niña china que adoptaron hace tiempo. Y un adolescente al que ella adora. Pero Yang no es su hermano. Es un tecnosapiens que compraron sus padres para que ella creciera en contacto con la cultura china. Un día algo falla y Yang desfallece. El padre intenta por todos los medios repararlo, pero solo consigue acceder a sus recuerdos. Y a sus sentimientos. 

Aunque no hubiera diálogos, la cadencia de las imágenes y la belleza de los espacios filmados ya haría muy grata la contemplación de esta película. Lo escribí en la reseña de Columbus, la otra película que había visto de Kogonada y esta no es menos cautivadora. Elegancia, sentimiento, ternura, familia, hijos, Occidente, Oriente, naturaleza... Todos esos temas están presentes en esta distopía de atmósferas delicadas que tiene como tema musical uno de los que interpretaba Ryūichi Sakamoto en la película que vimos el jueves. Despidiendo a Yang trata sobre todo de la identidad. De su singularidad más acá del sentido que tiene esta palabra cuando se habla de la inteligencia artificial. Por eso tiene tanto que ver con los clásicos del género: Blade Runner, de Ridley Scott, que ya ha cumplido cuarenta años o Her, de Spike Jonze, que el año pasado cumplió diez, pero que cada vez tiene más actualidad. Más cartesiana que esta (aquí no hay solo res cogitans, también res extensa) y mucho menos truculenta que aquella, Despidiendo a Yang sugiere muchas cosas sobre la inteligencia artificial y la identidad. Her tenía el acierto de señalar la posibilidad de considerarla desde la ontología del enjambre y de advertir que es la interacción comunicativa lo que define la atribución de sentimientos y consciencia a otros seres. Quizá por eso algunos también la encuentran en sus mascotas. Yang habla y razona como cualquier humano y tiene recuerdos de su pasado (y hasta de sus vidas pasadas). Así que su pérdida provoca, en quien convive con él, la misma desazón y duelo que acompañan a la de un hijo o un hermano. En esto, Kogonada hace un trabajo magnífico que recuerda  al de otras interesantes películas sobre estos temas. Por ejemplo Eva, de Kike Maillo, o El inconveniente de haber nacido, de Sandra Wollner.