de Víctor Erice. España, 2023. 169’.
4 de octubre de 2023. Cines Los Prados, Oviedo.
La inmersión en las imágenes que se proyectan en una sala oscura hace posible la reminiscencia, el desvelamiento y la revelación. Quizá por eso Cerrar los ojos tiene dentro La mirada del adiós. Con esta joya tan esperada, Víctor Erice nos regala una verdadera anámnesis del cine y de su cine. De ese arte capaz de detener el tiempo. De devolverlo y hacérselo presente a quien incluso se ha olvidado de si mismo. El cine es también memoria y Erice ha querido hacer aquí un homenaje a la memoria del cine. Ese arte en el que, según uno de sus personajes, ya no hay milagros después de Dreyer. Pero en Cerrar los ojos se obra el milagro. Y el actor que interpreta José Coronado cierra los suyos cuando la pantalla se ha convertido en espejo de su vida. Su hija es aquí Ana Torrent y en esa sala vuelve a ser como la niña que miraba a fascinada a Frankenstein en El espíritu de la colmena. También miran cautivados los que les acompañan en ese viejo cine en el que al final de Cerrar los ojos se proyecta el de La mirada del adiós. Los planos que los muestran mirando la pantalla recuerdan a aquellas miradas primigenias que aparecen en las viejas fotografías de las misiones pedagógicas que llevaron por primera vez el cinematógrafo a tantos pueblos de España. Y es que Cerrar los ojos está llena de emocionantes guiños cinéfilos. De esos gestos con los que un ojo sigue mirando mientras el otro se cierra para que se vea la complicidad. Guiños como esa mano que aprieta la figura del rey triste con el mismo sentimiento con que aquel padre sostenía el péndulo que fascinaba a su hija lejos del sur. Y la mirada de la hija que es lo último que ve el personaje judío que nos regala José María Pou, evocando quizá aquel embrujo de Shangai que no pudimos llegar a ver con la mirada de Erice. Por eso seguramente hay tantas cajas y maletas con recuerdos en esta película. Como la vieja caja de membrillo en la que se guardan los de quien ha perdido la memoria. Y es que Erice nos lleva por fin a ese sur en el que vive su director. Y hace que la hija de aquel actor trabaje en El Prado, donde seguramente habrá hablado mil veces sobre ese arte de detener el tiempo con pinceles con el que nos fascinó Antonio López en El sol del membrillo. Erice multiplica y saca el mayor partido a las imágenes pretéritas de fotografías que fijan recuerdos. Como las que nos trasladaron a una fábrica de Guimarães en Cristales rotos, a una aldea asturiana en Alumbramiento o al viejo Kursaal en La mort rouge. De algún modo, todas las ausencias y el misterio del cine de Erice se asoman a la pantalla y a nuestra memoria mientras vemos Cerrar los ojos. No sé qué sentirán los que no hayan visto sus otras películas. O que sentirían si las vieran después de esta. Quienes somos devotos desde hace décadas del cine de Erice no sabemos cómo sería ese viaje inverso. Pero probablemente nos fascinaría si pudiéramos hacerlo por primera vez. Es lo que tienen las películas y el cinematógrafo, ese arte de escribir con luz los movimientos de unas vidas imaginadas mientras en una sala oscura hacemos un poco más feliz la nuestra.