10 de febrero de 2014. Cines Ocimax, Gijón.
Woody Grant es un anciano obsesionado con ir a Lincoln para recoger un millón de dólares. Ese es el premio que le corresponde según la carta publicitaria que ha recibido. Incapaz de disuadirlo, su hijo David decide ir con él. De camino se detienen en el pueblo del que proceden. Allí se reencuentran con familiares y amigos que lo imaginan rico y quieren sacar tajada. Finalmente terminan el viaje. Y regresan.
Otro periplo magnífico de Alexander Payne. Tras A propósito de Schmidt y Entre copas, nos lleva de nuevo de viaje con unos personajes fascinantes: un padre pasmado que volverá feliz como un niño y un hijo comprensivo que le cuida como un padre. Este recorrido por paisajes y paisanajes toscos del Medio Oeste podría recordar la epopeya sentimental de aquel otro anciano con el que David Lynch nos contó Una historia verdadera sobre un viaje en cortacesped entre Iwoa y Wisconsin. Pero esta Nebraska en blanco y negro tiene también otros referentes mayúsculos. Sus encuadres y las composiciones de algunas escenas me han recordado a los Cuentos de Tokio de Ozú. La armonía de aquella pareja nipona contrastaba con el distanciamiento de sus hijos urbanizados. En Nebraska también hay una pareja de ancianos que encaran el final. La crispación entre esta pareja americana se compensa con la cercanía de ese hijo amable que recuerda a aquella dulce nuera de la obra maestra de Ozú. Y no exagero. Nebraska es una delicia que muestra con imágenes hermosas (y una música magnífica) lo cerca que pueden estar la rudeza y la ternura.