11 de abril de 2013. Centro Niemeyer, Avilés. V.O.S.
Hace cuatro millones de años unos homínidos encuentran un monolito pulido y empiezan a usar herramientas. En un 2001 futuro otro monolito aparece enterrado en la Luna. En el viaje hacia Júpiter en busca del tercero, Hal-9000, el superordenador que gobierna la nave, se rebela. Y en los confines del Universo un último monolito aparece en los límites de la vida humana conectando futuro y pasado.
En el mismo año en que Kubrick estrenaba esta icónica película, Erich von Däniken publicaba Recuerdos del futuro, un libro que también sugería que la humanización pudo venir de las estrellas. Quienes, aún lejos del 2001, leímos aquel libro y disfrutamos de esta película hoy tenemos nítidos recuerdos del futuro. Recuerdos de cómo imaginábamos que sería el tiempo del nuevo milenio. Para construir ese imaginario Kubrick nos mostró tantas cosas que hoy nuestro iPhone nos recuerda a aquel monolito perfecto que parecía venir de un futuro enigmático y atrayente. Ver esta película al otro lado de ese 2001 es reencontrarse con los propios recuerdos. Y temer que ahora nos defraude lo que entonces nos fascinó. Pero no. El Kubrick, cuya ópera prima descubríamos hace apenas una semana en Madrid, vuelve a cautivarnos ahora en el Niemeyer con esta maravilla visual, sonora y conceptual. A 2001: Una odisea del espacio le sientan magníficamente los cuarenta y cinco años pasados desde aquel tiempo en que aún no se había pisado la luna y a Kubrick se le ocurrió imaginar esta historia. Y aún mejor verla en el Centro Niemeyer, un lugar que algunos malévolos llaman retrofuturista. Un pequeño ciclo de actividades en torno a Los planetas de Holst (el pasado sábado disfrutábamos en el auditorio del concierto de la OSPA con imágenes de la NASA al fondo) ha sido la ocasión para reencontrarnos en pantalla grande con este Kubrick galáctico. Un acontecimiento memorable.
En el mismo año en que Kubrick estrenaba esta icónica película, Erich von Däniken publicaba Recuerdos del futuro, un libro que también sugería que la humanización pudo venir de las estrellas. Quienes, aún lejos del 2001, leímos aquel libro y disfrutamos de esta película hoy tenemos nítidos recuerdos del futuro. Recuerdos de cómo imaginábamos que sería el tiempo del nuevo milenio. Para construir ese imaginario Kubrick nos mostró tantas cosas que hoy nuestro iPhone nos recuerda a aquel monolito perfecto que parecía venir de un futuro enigmático y atrayente. Ver esta película al otro lado de ese 2001 es reencontrarse con los propios recuerdos. Y temer que ahora nos defraude lo que entonces nos fascinó. Pero no. El Kubrick, cuya ópera prima descubríamos hace apenas una semana en Madrid, vuelve a cautivarnos ahora en el Niemeyer con esta maravilla visual, sonora y conceptual. A 2001: Una odisea del espacio le sientan magníficamente los cuarenta y cinco años pasados desde aquel tiempo en que aún no se había pisado la luna y a Kubrick se le ocurrió imaginar esta historia. Y aún mejor verla en el Centro Niemeyer, un lugar que algunos malévolos llaman retrofuturista. Un pequeño ciclo de actividades en torno a Los planetas de Holst (el pasado sábado disfrutábamos en el auditorio del concierto de la OSPA con imágenes de la NASA al fondo) ha sido la ocasión para reencontrarnos en pantalla grande con este Kubrick galáctico. Un acontecimiento memorable.