28 de diciembre de 2013. Centro Municipal Integrado Pumarín, Gijón. V.O.S.
En 1965 un millón de personas fueron asesinadas en Indonesia. La obsesión anticomunista de la época y un golpe de estado militar explican un genocidio del que siguen mostrándose orgullosos quienes lo perpetraron. E impunes. Tanto que son capaces de aparecer conscientemente en este documental mientras van rodando una estrafalaria película en la que recrean y reivindican aquellos crímenes.
Por la fecha en que lo hemos visto, este documental podría parecer una inocentada macabra. Pero no. No es la parodia de un snuff ficticio. Es la recreación por los propios asesinos de crímenes que (ellos mismos lo dicen) compiten en sadismo (o en crueldad, de eso también discuten) con los de los nazis. Estos autodenominados gángsteres y paramilitares recrean torturas y asesinatos, los comentan jocosamente en un plató de televisión y son agasajados por miembros del actual gobierno de su país. Una obscenidad que da vergüenza ver en el cine sin que haya pasado nada tras el estreno de esta película. Es un documental deliberatamente tosco y feo cuando sigue a los criminales y entre estrafalario y onírico (véase el cartel) cuando muestra momentos de la película que ellos están preparando. Oppenheimer es muy honesto al hacer de su cámara un arma neutra que apunta y señala a los canallas. Tanto que desvela que el propio cine americano inspiró los métodos y escenografías de aquellas torturas y asesinatos. Tanto que consigue que el verdugo interprete el papel de la víctima, haciéndole atisbar por un instante la monstruosidad de unos actos por los que quizá no reciba más castigo que el asco que él mismo siente en la última escena. Pero, más allá de consideraciones cinematográficas, sorprende que esta película no haya removido conciencias y acciones judiciales. Von Trotta consiguió que todo el mundo supiera quién fue Hannah Arendt y debatiera sobre la banalidad del mal. Oppenheimer nos muestra que poco después del juicio de Eichmann hubo otro genocidio del que aún hoy se jactan unos tipos que nos lo dicen a la cara (y a cara descubierta) desde la pantalla. Insisto, parece una inocentada macabra. Un mundo al revés en el que la memoria histórica que se recupera es la de los verdugos para mayor escarnio de las víctimas. Los espectadores asistimos incrédulos a la banalidad de ese mal del que ahora son responsables quienes, pudiendo, no hacen nada contra estos criminales confesos que se saben causantes no banales de un genocidio impune.
Por la fecha en que lo hemos visto, este documental podría parecer una inocentada macabra. Pero no. No es la parodia de un snuff ficticio. Es la recreación por los propios asesinos de crímenes que (ellos mismos lo dicen) compiten en sadismo (o en crueldad, de eso también discuten) con los de los nazis. Estos autodenominados gángsteres y paramilitares recrean torturas y asesinatos, los comentan jocosamente en un plató de televisión y son agasajados por miembros del actual gobierno de su país. Una obscenidad que da vergüenza ver en el cine sin que haya pasado nada tras el estreno de esta película. Es un documental deliberatamente tosco y feo cuando sigue a los criminales y entre estrafalario y onírico (véase el cartel) cuando muestra momentos de la película que ellos están preparando. Oppenheimer es muy honesto al hacer de su cámara un arma neutra que apunta y señala a los canallas. Tanto que desvela que el propio cine americano inspiró los métodos y escenografías de aquellas torturas y asesinatos. Tanto que consigue que el verdugo interprete el papel de la víctima, haciéndole atisbar por un instante la monstruosidad de unos actos por los que quizá no reciba más castigo que el asco que él mismo siente en la última escena. Pero, más allá de consideraciones cinematográficas, sorprende que esta película no haya removido conciencias y acciones judiciales. Von Trotta consiguió que todo el mundo supiera quién fue Hannah Arendt y debatiera sobre la banalidad del mal. Oppenheimer nos muestra que poco después del juicio de Eichmann hubo otro genocidio del que aún hoy se jactan unos tipos que nos lo dicen a la cara (y a cara descubierta) desde la pantalla. Insisto, parece una inocentada macabra. Un mundo al revés en el que la memoria histórica que se recupera es la de los verdugos para mayor escarnio de las víctimas. Los espectadores asistimos incrédulos a la banalidad de ese mal del que ahora son responsables quienes, pudiendo, no hacen nada contra estos criminales confesos que se saben causantes no banales de un genocidio impune.