2 de agosto de 2016. EYE, Amsterdam.
Un anciano enciende una vela en la noche. Luego ceba y vela a la mujer que agoniza en una humilde cabaña. Al amanecer ella ha muerto y durante ese día él se baña en el río, la lava con cariño y cava una tumba en el bosque.
En esta estupenda semana en Amsterdam era inevitable una visita al Eye, la nueva filmoteca holandesa (con cuatro salas de cine, espacios para exposiciones temporales y un magnífico lugar de encuentro con vistas a la ciudad) que se alza, con una arquitectura blanca y espectacular, frente a la estación central a solo tres minutos en transbordador. Por fortuna, en su variada programación nos hemos encontrado con esta sorprendente ópera prima del paraguayo Pablo Lamar (un país al que volveré dentro de pocas semanas para impartir el primer módulo de la Cátedra CTS y del que en los últimos años he visto películas tan magníficas como Cuchillo de palo de Renate Costa o 7 cajas de Juan Carlos Maneglia y Tana Schémbori). La última tierra no tiene palabras. Es una sucesión de imágenes de quietud perfecta (solo en el hermosísimo último plano la cámara se mueve y da un nuevo sentido al título de esta singular película) hilvanadas por un magnífico sonido sin cortes aparentes que, sin duda, merece el premio que ha recibido en el Festival de Róterdam. La película de Pablo Lamar exige del público una actitud contemplativa como la que se adopta ante las pinturas de Rembrandt o Vermeer. Así de exigente y de gratificante es La última tierra, una película que también podría titularse los cuatro elementos. Porque esta historia de amor pretérito, esta ceremonia de duelo de un hombre para el que hoy termina todo, es también un homenaje sensorial a la naturaleza primigenia, la que se manifiesta en el fuego (que abre y cierra la historia), en la tierra (que el hombre prepara y luego evita para su amada), en el agua (que recibe amorosa al viudo en el río y que le facilita las últimas caricias al cuerpo querido) y en el aire (que lleva y trae todos los sonidos del día y de la noche que acompañan esta soledad inabarcable). La última tierra no es apta para todos los públicos. Su parsimonia de belleza áspera y triste exige del espectador mucho más que otras películas sobre despedidas en la edad tardía. Pero lo que cuenta no es menos esencial que aquel Amor de Haneke. Aunque suceda en un lugar remoto del Paraguay y no en un piso burgués de París. Aunque las palabras y el refinamiento urbano de aquellos ancianos europeos contrasten con el silencio y los gestos esenciales de este hombre de la entraña América y total.