11 de junio de 2013. Casa de la Cultura, Avilés.
Roque es un estudiante que no estudia. Pero aprende. De la mano de Paula, una joven profesora, y de Acevedo, un político veterano, entra y prospera en los entresijos propios de la conquista del poder. La vida universitaria es para él la forja (y antesala) de las habilidades (y debilidades) inherentes a la política.
En noviembre de 2011 había visto El estudiante en el festival de Gijón, donde ganó el premio a la mejor película (injustamente compartido con Declaración de guerra de Valérie Donzelli: la argentina es mucho mejor). Entre el sonido directo y los subtítulos en inglés me quedé con la impresión de que me había perdido parte de los diálogos. Así que me apetecía volver a verla y confirmar que el premio fue bien merecido. La teoría política en el aula y su práctica fuera de ella se conjugan en esta historia que documenta el ascenso de Roque en el movimiento estudiantil. Él es un animal político (en el sentido de Maquiavelo, no solo en el de Aristóteles) y sabe que sin cierto pragmatismo el radicalismo es inútil. Pero no todo vale para él. Su límite es la traición. Por eso tiene en cuenta la lección de aquel amigo de Acevedo que ironizaba sobre quienes cebando mate y asintiendo llegan a ser ministros. Roque se lo impedirá a quien le ha traicionado. Y lo hace en esa magnífica escena final en la que ceba mate pero dice no. El realismo político, pero también la ética y la estética de la política, se develan en esta interesante historia sobre temas bien próximos a los que aborda Spielberg en su última película. Las distancias entre un presidente y un estudiante, entre el siglo XIX y el XXI o entre Washington y Buenos Aires se quedan en nada si de lo que se trata es de mostrar (brillantemente) el ejercicio del poder.