4 de noviembre de 2019. Cines Los Prados, Oviedo.
Ricky quiere salir adelante como sea. Tiene la oportunidad de trabajar como repartidor franquiciado si se compra una furgoneta. Para pagar la entrada tendrá que vender el coche con el que su mujer va a los domicilios en los que trabaja como cuidadora. Él conducirá sin descanso su furgoneta y ella pasará todo el día tomando autobuses de casa en casa. En la suya también tienen problemas porque, aunque la niña pequeña es un encanto, el hijo mayor está pasando una adolescencia bastante problemática.
Hay dos películas en este último trabajo de Ken Loach y las dos son muy buenas. Una es un retrato amargo y certero de esta nueva modalidad de subempleo esclavista que son los (pseudo)autónomos franquiciados. La otra es una descripción conmovedora de la intimidad de una familia que paga las consecuencias. El ritmo del relato es sosegado, pero su contenido resulta estresante. Con el sobrio naturalismo marca de la casa, Ken Loach consigue meternos en la dura cotidianidad de este modo de explotación desde el punto de vista de sus víctimas. La vida de Ricky y su familia es un ejemplo de esos muchos nadies a los que casi nos hemos acostumbrado a no ver y, lo que es peor, a no querer ver. Por ejemplo, esos repartidores de Glovo con los que nos cruzamos antes de entrar en estas mismas salas de cine cuando recargan apresuradamente en el McDonald's sus jorobas ambulantes. El de Ken Loach es cine comprometido y necesario. Y siempre directo, claro y reflexivo. Porque la tragedia continua de Ricky y los suyos no solo está mostrada sino también explicada. Sin que se noten las costuras, se van hilvanando diálogos naturales con análisis tan diáfanos y rotundos como ese impresionante monólogo con el que el explotador inmediato abre la película. Loach hace cine de izquierdas, centrado en los desheredados, en los desahuciados y en los oprimidos. Es compasivo retratando a los explotados y sobriamente áspero mostrando lo poco que ahora sabemos sobre esos explotadores virtuales que viven a ambos lados de unas tecnologías nada entrañables. Esas que han conseguido tener bien domesticada a tanta gente en ese ciego consumismo doméstico que, seriado o empaquetado, mantiene bien cebadas unas granjas humanas en las que no se intuye ninguna rebelión inminente.